Carlos Tovar
Quien no ha oído hablar del Carretón Fantasma, una historia que ha traspasado fronteras. Aunque países como Colombia o México reclaman su origen, la verdad se esconde en las calles antiguas de Valencia, estado Carabobo (Venezuela), donde esta leyenda nació a principios del siglo XX. Un relato que, más que una simple fábula, funciona como espejo de los miedos colectivos: la culpa, la locura y el castigo eterno.
Los orígenes: Valencia en 1900, entre el progreso y la superstición
A principios del siglo XX, Valencia era un crisol de contrastes. Mientras Caracas comenzaba a pavimentar sus calles, aquí los jagüeyes y caminos de tierra seguían dominando el paisaje. La ciudad olía a caña de azúcar recién cortada y a leña quemada en los fogones. Las familias adineradas —dueñas de haciendas cafetaleras— viajaban en carruajes con toldos de lino, mientras los campesinos cargaban sus mercancías en carretas cuyas ruedas crujían como lamentos.
No existían automóviles ni tranvías eléctricos; el tiempo se medía por el canto de los gallos y el tañido de las campanas de la Catedral. En los barrios periféricos, como El Socorro o San Blas, las casas de bahareque —hechas de barro y caña brava— albergaban a familias que vivían de los conucos. El agua se extraía de pozos profundos, y las velas de cera iluminaban las noches, donde el susurro del viento entre los naranjales se confundía con rezos contra el «mal de ojo».
En este escenario, la muerte no era un misterio lejano. Epidemias de fiebre amarilla, sequías que marchitaban las cosechas y relámpagos que incendiaban ranchos alimentaban la idea de un destino impredecible. La gente buscaba respuestas en curanderos, en la Santa Muerte —aunque no se nombrara— y en las historias que se contaban al calor del fogón.
—
La masacre que dio vida al mito: ¿Locura o posesión?
Los detalles precisos se perdieron en la bruma del tiempo, pero los cronistas coinciden: ocurrió en un caserío cercano al Lago de Valencia. El protagonista —cuyo nombre se borró de los registros— era un hombre delgado, de manos callosas por el trabajo en el trapiche. Dicen que antes del amanecer, mientras la neblina envolvía los cañaverales, tomó su machete —el mismo que usaba para cortar caña— y degolló a su esposa, sus cuatro hijas (de 3 a 12 años), su anciano padre y hasta a su madre, quien intentó proteger a las niñas con su cuerpo encorvado.
¿Qué lo llevó a tal atrocidad? Las teorías abundan:
– El calor y el aguardiente: Algunos culparon al «guarapo de jobo», un licor fuerte que fermentaban en tinajas.
– Una maldición ancestral: Se rumoreó que su abuelo había vendido su alma al Diablo en un cruce de caminos.
– Celos patológicos: Quizás su esposa, una mujer de trenzas largas y risa contagiosa, lo habría engañado con un arriero.
Los cuerpos, envueltos en mantas teñidas con añil, fueron apilados en su carreta como fardos de caña. El hombre desapareció sin rastro, pero su carreta —manchada de sangre seca— quedó abandonada cerca de la quebrada de Guataparo. Para los vecinos, ese acto fue tan abominable que ni siquiera los perros se acercaban al lugar. La tierra, decían, se volvió estéril alrededor de la carreta.
El Carretón Maldito: Cuando lo invisible se hace tangible
Con los años, Valencia creció. Llegaron las primeras fábricas de textiles, el ferrocarril a Puerto Cabello y las farolas de gas. Pero en las noches sin luna, especialmente en octubre —mes de ánimas—, algo persistía. Los sonidos eran siempre los mismos:
1. Un relincho agudo, como si los caballos estuvieran siendo quemados vivos.
2. El crujir de ruedas que chirriaban como uñas sobre pizarra.
3. Gemidos mezclados con risas, como un coro de dementes.
Testigos describían la aparición con precisión escalofriante:
– La carreta: Negra, con tablones carcomidos y cadenas oxidadas colgando. Las ruedas dejaban huellas de ceniza, no de barro.
– El conductor: Alto, envuelto en una capa de sombras, con ojos que brillaban como carbones. Algunos juraban ver cuernos bajo su sombrero de ala ancha.
– Los pasajeros: Siluetas temblorosas, atadas con cadenas. Una niña pequeña —con un vestido blanco desgarrado— solía verse en la parte trasera.
Casos emblemáticos:
– 1935: Don Ramón Pérez, dueño de una bodega en San José, afirmó que el Carretón se detuvo frente a su casa horas antes de que un incendio devorara su negocio.
– 1958: Durante el terremoto que sacudió Carabobo, decenas juraron haberlo visto galopando hacia las montañas de Naguanagua.
– 1979: Una enfermera del Hospital Central escuchó los relinchos la noche en que tres pacientes murieron de fiebres desconocidas.
Para protegerse, la gente adoptó rituales:
– Colgar crucifijos de ortiga en las puertas.
– Dejar montículos de sal gruesa en las esquinas.
– Rezar el *»Credo al revés» —una práctica prohibida por la Iglesia— para confundir a los espíritus.
—
¿Desapareció o solo espera? El mito en la era del asfalto
Hoy, Valencia es una ciudad de centros comerciales y autopistas. La Avenida Bolívar, otrora un sendero polvoriento, brilla con neones de restaurantes y cines. Pero en barrios como Santa Rosa o La Isabelica, los viejos aún susurran advertencias:
«No salgas después de las doce… Es cuando Él recoge a los desprevenidos».
Teorías modernas:
1. Memoria colectiva traumática: Psicólogos sugieren que el mito canaliza el miedo a la violencia intrafamiliar, un tabú en la sociedad rural.
2. Fenómenos parapsicológicos: Algunos ufólogos proponen que la carreta es un «vehículo interdimensional» que se alimenta de energía negativa.
3. Metáfora del progreso: ¿Será el Carretón una advertencia contra olvidar nuestras raíces agrarias?
Reflexión final: ¿Por qué necesitamos fantasmas
El Carretón Fantasma no es solo una anécdota; es un símbolo de lo que llevamos dentro. Como escribió García Márquez: «La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla». Cada generación reinventa la leyenda: en los 90, se dijo que el conductor usaba un machete de fuego; en el 2020, hubo «avistamientos» en videos de TikTok con filtros sepia.
¿Qué persigue realmente el Carretón? Quizás no sean almas, sino aquello que enterramos: secretos familiares, injusticias silenciadas, arrepentimientos que pesan más que las cadenas. En un mundo hiperconectado pero emocionalmente aislado, los mitos nos recuerdan que hay misterios que el WiFi no puede explicar.
Tal vez, en algún callejón de Valencia, alguien escuche hoy un crujido lejano… Y aunque sepa que es solo un camión de basura, se persignará. Porque en ese gesto —ancestral y universal— reside una verdad: necesitamos creer que hay algo más allá, aunque ese algo nos aterre.
El Carretón no se ha ido. Nunca lo hará. Espera en los pliegues de la memoria, listo para cabalgar de nuevo cuando la noche sea lo suficientemente oscura, y lo suficientemente humana.