Carlos Tovar
Probablemente muchos corregirán el nombre: «Será el chupacabras», dirán. Pero existe un detalle que la mayoría desconoce: primero llegó el Chupa Perros. En la ciudad de Valencia, estado Carabobo, entre 1975 y 1980, ocurrió un fenómeno que hasta hoy carece de explicación científica. Durante esos años, los vecinos que madrugaban para ir al trabajo se encontraban con escenarios aterradores: perros callejeros yacían sin vida en las calles, dispuestos como si algo —o alguien— hubiera realizado un macabro sacrificio. Los cadáveres aparecían con la piel reseca y un tono grisáceo, completamente desangrados, con pequeños orificios en el cuello que sugerían una extraña succión.
El fenómeno se registró con mayor intensidad en barrios humildes y caseríos como Los Caimitos, La Guacamaya, La Bocaina, El Calvario y San Blas. La población, alarmada, comenzó a tejer teorías. Unos hablaban de brujería, rituales oscuros traídos por cultos foráneos. Otros insistían en que alguien envenenaba a los animales para robar su sangre, quizás para venderla en mercados clandestinos. Sin embargo, en aquella época, sucesos como estos rara vez trascendían a las autoridades. Eran tratados como rumores de barrio, leyendas urbanas alimentadas por el miedo.
La situación escaló hasta que, en 1980, un equipo de sanidad animal visitó las zonas afectadas. Su misión inicial era vacunar a la población canina, sospechando que un virus letal podría estar detrás de las muertes. Pero lo que encontraron los dejó perplejos: los cuerpos no presentaban signos de enfermedad o envenenamiento. Estaban completamente secos, como momificados, sin una gota de sangre en sus venas. Las muestras recolectadas no mostraron toxinas ni patógenos conocidos. El misterio se profundizó: ¿Qué fuerza podía drenar la sangre de decenas de perros callejeros, casi simultáneamente, sin dejar rastros? Nunca se emitió un informe oficial que explicara los hechos.
El terror se apoderó de los barrios. Al caer la noche, los valencianos encerraban a sus mascotas dentro de las casas. El miedo a encontrarlas muertas y desangradas al amanecer era insoportable. Los perros, entonces guardianes esenciales de los hogares, se convirtieron en presas vulnerables. Curiosamente, tras años de pánico, las muertes cesaron tan abruptamente como comenzaron. El Chupa Perros desapareció sin dejar pistas.
Pero las historias persistieron. Testigos afirmaron haber visto a la criatura en callejones oscuros o cerca de los cerros. Las descripciones variaban: algunos juraban que era un «mono alado con ojos rojos incandescentes»; otros, que tenía «dos cabezas y un cuerpo similar al de una araña gigante, con patas delgadas y peludas». Un trabajador de La Bocaina relató cómo una sombra silbante saltó sobre su perro guardián; al gritar, la cosa huyó escalando un muro a velocidad imposible.
El episodio final ocurrió años después, cuando un grupo de jóvenes excursionistas encontró un esqueleto extraño en el Cerro El Calvario, cerca de la Cruz Grande. Los huesos —frágiles, alargados, con una caja torácica desproporcionada y cráneo con dos cavidades orbitales— no se parecían a ningún animal conocido. El hallazgo fue reportado a las autoridades, y un equipo de especialistas en zoología recogió los restos para su análisis. Pero, como tantas cosas en esta historia, los huesos desaparecieron sin que se diera a conocer ningún estudio. Para muchos vecinos, aquello confirmó sus peores temores: eran los restos del Chupa Perros, la criatura que diezmó a los canes de Valencia en los 70.
Con el tiempo, la tranquilidad regresó a los barrios. Los perros volvieron a dormir en los patios, aunque ya no como simples guardianes, sino como miembros queridos de la familia —un cambio social que esta historia, irónicamente, refleja—. Pero en las tertulias de los más viejos, la advertencia sigue viva: «Si un día amaneces con las calles llenas de perros muertos, secos, con agujeros en el cuello y piel como pergamino… es señal de que el Chupa Perros ha vuelto».
**Nota final**: Esta crónica fue reconstruida gracias al testimonio de la señora Judith Casariego, vecina de San Blas, quien atestiguó los hechos y conserva recortes de prensa de la época. Su relato, junto a otros recopilados en archivos orales, mantiene viva una de las leyendas más perturbadoras de la Valencia contemporánea.