El hombre lobo
“(antes de la creación del Estado) …no hay lugar para la industria…no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni importaciones…ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor, continuo temor y peligro de muerte violenta… vida solitaria, pobre, desagradable y corta”. Hobbes (Leviatán).
“el lobo no teme matar para vivir”. Jack Nicholson (película Lobo)
Por: Carlos Raúl Hernández
El Nuevo Orden Mundial viene asociado al colapso de la democracia y precedido por décadas de corrosión intelectual de las élites políticas y académicas con radicalismos woke y alt-right, izquierda y derecha. Envenenaron la academia, los centros de pensamiento, los medios, y convirtieron Harvard, Stanford, Cambridge, la Sorbona, Berkeley, en reductos, racistas, iliberales, feminazis. Hace dos siglos Jeremy Bentham y Stuart Mill sostuvieron, entre otras cosas esenciales, que la prueba para la democracia era mejorar la vida colectiva y eso es cierto. Pero es igual de importante mantener convencida a la mayoría de esos beneficios, porque desde entonces la calidad de vida se ha decuplicado, pero el reto a las instituciones es ideológico: fuerzas eversivas que pretenden convencerla de que vive en el peor de los mundos.
“La gente” siempre quiere más, pese a los crecientes niveles de vida, y los enemigos de la civilización, como Nietzsche, proponen la “transvaloración de los valores”, despreciar lo obtenido por la sociedad y sus instituciones. Nietzsche las impreca porque manifiestan preocupación por los pobres, tara que atribuye al cristianismo, razón también, según cree, del fin del imperio romano. Para importantes estudiosos de Roma, su debacle se debió a que disponer de mano de obra gratuita, esclava, impidió la generalización del trabajo productivo entre las élites, la formación y expansión de empresas. El imperio sucumbe porque costaba más mantenerlo de lo que producía. Si Nietzsche quería la transvaloración, para odiar a los débiles, Ernesto Renán y Antonio Gramsci hablaron de “la reforma cultural y moral”, pero el último lo planteó como rechazo a los valores imperantes, prerrequisito para el cambio revolucionario.
Si añadimos en nuestros días la pérdida de adhesión de los ciudadanos a las instituciones por ineficiencia y corrupción, entenderemos la debilidad que las deja inermes frente a las transvaloraciones y emergencias populistas. Muchos de los partidos perdieron su condición de “centrismo dinámico”, institucional, democrático, que en momentos alcanzó hasta el Partido Comunista Italiano, y se plegaron a posiciones radicales. Son los casos, por no abundar, de los bipartidismos español y alemán, porque los partidos históricos de Francia e Italia simplemente desaparecieron. El Partido Demócrata de EE. UU se convirtió al wokismo y el Republicano es ahora otra empresa inmobiliaria de Donald Trump. Para grandes potencias, gobernadas por Xi Jinping y Putin, la democracia es irrelevante; para Trump, una molestia, y un asunto relativo, para Modi.
En la Unión Europea es una consigna para atropellar en la práctica, anular la libertad de expresión, las elecciones en Rumania, invalidar partidos en Alemania y Francia, e imponer políticas woke a naciones antes soberanas. Por demasiadas razones “la ultraderechista” Giorgia Meloni, según la llama el populacho mediático, refulge como un diamante a mediodía en el Sahara. Gobierna con el sentido común de un ingeniero hidráulico y apego invariable a las instituciones. Hace años leí una frase de Hayek que no he podido recuperar con I.A, pero que ahora tiene más vigencia que entonces: “la democracia preocupa solo al 20% de los ciudadanos”. Para Milei y Bukele, y cada vez más para muchos ciudadanos, es una palabra intrascendente, baladí, sin importancia, comparada con prestaciones reales: “no me importa que sea patán o dictador, si me da seguridad y bienestar”.
Hacen cambios benthamianos útiles y mantienen su popularidad, mientras Cristina Kirchner descubre las virtudes del “neoliberalismo” con ochenta años de retraso. Thomas Hobbes en su cumbre de la ciencia política, Leviatán (1651), aborda el estado de naturaleza de los seres humanos y lo que para la paleontología sería la transición desde el salvajismo a la barbarie, cuando “el hombre era lobo para el hombre”. En medio de la escasez de recursos para satisfacer necesidades esenciales, alimentarias, de sobrevivencia, sexuales, conflictos de apropiación entre competidores hostiles por los mismos bienes, la violencia, la guerra, eran inevitables. Así los hombres crean el “monopolista de la fuerza legítima”, el Estado, para que los proteja, apruebe leyes, las haga cumplir, imponga la convivencia civilizada que, sin él, deja de serlo.
Especialmente los contractualistas estudian su origen, Locke, Hobbes, Rousseau y Kant, aunque algunos pensadores interesantes pero alocados anarcocapitalistas, sin saber lo que dicen, quieren destruirlo: Murray Rothbard, Huerta De Soto, Hermann Hope, David Friedman. El estado de naturaleza, no es una categoría histórica que determina con precisión las fechas cuando los hombres vivieron en la ley de la selva, sino una categoría lógica para explicar cómo y por qué del miedo a la violencia procede el Leviatán, la civilización y el estado de sociedad. Luego Marx y Engels vendrán con su utopía pastelera de que el Estado es “un instrumento de las clases dominantes y deberá desaparecer…hipotrofiarse” en lo que coinciden con los anarcocapitalistas. Pero sus seguidores, Lenin y Mao, lo convirtieron en Frankenstein.
En los siglos XVI y XVII, filósofos absolutistas, Juan Bodino y Robert Filmer, reclamaban facultades totalitarias para el ungido de Dios; y en el siglo XX, Lenin y Trotsky lo hacen para el ungido del proletariado. Hobbes procede como Maquiavelo, libre de explicaciones religiosas o teológicas que “embellecían” el poder. Con sólida formación filosófica, matemática y lógica científica implacable, lo desnuda de misticismo y lo trae a la tierra. En dos siglos consecutivos, XVII y XVIII, Locke, Hobbes, Rousseau y Kant confluyen en la idea del “contrato social”, pero con tesis contradictorias sobre la naturaleza humana. El primero y el tercero creen en la “bondad intrínseca del hombre” por razones que en esta ocasión no expondremos. Según Hobbes, en la “presociedad” (la comunidad previa al Estado) antes de Leviatán imperaba un monstruo aún más temible, “la fuerza brutal de la naturaleza”, Behemoth, el caos.
Así se llama su libro sobre la guerra civil inglesa y en su bibliografía, los clímax políticos quedan eternizados con los nombres de dos grandes monstruos bíblicos. No hay por eso dudas de que la visión objetiva y obscura de la naturaleza humana en Hobbes, es precursora del Estado liberal pero también del Estado total, y que entiende acertadamente que el peor de los horrores son la anarquía y los desbordamientos colectivos. “La guerra civil surge cuando se corrompen las instituciones que sostienen el Leviatán, permitiendo que el Behemoth domine”.
@CarlosRaulHer