No ha sido fácil la vida para Javier Triviño: asesinatos, abandonos y resentimientos la han marcado. Pero la música, mucha música, le ha traído paz. Se desahoga escribiendo porque es la única forma que encuentra para darle sentido a sus emociones y, gracias a eso, conecta con la gente. Está viviendo su sueño: haber pisado Estados Unidos con el fin de abrirse camino en una industria competitiva y traicionera
Dos cargadores vacíos, una bala que se encasquilló, una puerta que no se abrió de un viejo Dodge Coronet del 70 y dos palabras, perdón, chamín, se convirtieron en el catalizador de lo que hoy es: un músico con un pasado turbio pero inspirador, que continúa labrándose un camino en el competitivo mundo de la música para dejar, de ser posible, un legado.
No es la estadística que muchos, entre ellos lo que le quedaba de familia, se esperaban que fuera. Jamás lo sería. Lo había prometido.
Aún es muy joven, tiene 26 años, pero con cien vidas de experiencia a cuestas que lo convierten no solo un mejor hombre sino en un mejor músico, dice. Entre ambos, músico, hombre, no hay diferencia, subraya. Solo el nombre, un acrónimo que siempre lo identificó. Noreh significa «nunca olvidaré respetar el humano que soy», a pesar del pasado y el recuerdo. De las pesadillas.
Con apenas 5 años en el ruedo musical, y con mucha historia que contar a través de su más de centenar de canciones, escribe y le canta a quien quiera aprender con sus letras, internalizar y conectarse, reflexionar y sentir, amar. Hoy puede ver la cara del éxito, aunque la fama no le quita el sueño. Con conciertos en coliseos, proyecciones internacionales que se tardaron años en ejecutarse, colaboraciones con artistas exitosos y un primer CD lleno de sueños, se enfrenta al reto de seguir enamorando a un público más que difícil, exigente: el venezolano. Y cree estar consiguiéndolo. Con 70% de su tiempo intentando ganarle la batalla al mal humor, Noreh, haciendo énfasis en la última sílaba, se sienta frente a la cámara con una sonrisa inmensa. Está en Miami que, por ahora, es su residencia. «Se vienen cosas muy buenas», asegura al comenzar la entrevista.
Justo frente a su ventana, y poniéndose un poco filosófico, comenta que la autopista central de la ciudad que conduce hacia Brickell, al Downtown, se le antoja como simbólica. Está viviendo su sueño. «Tengo mi visa», como su primer single. Y rodeado de partituras, su guitarra –nunca la abandona–, lápices, su productor durmiendo a un lado y un colega en otro entre micrófonos, lentes, y ropa a medio acomodar, el sentimiento de estar logrando lo que se propuso lo persigue.