El resultado de las elecciones de 2022 fue mejor de lo que los demócratas podían haber esperado. El partido se hizo con gobernaturas y legislaturas estatales y amplió su mayoría en el Senado. Logró contener las pérdidas en la Cámara de Representantes. La prometida ola republicana nunca llegó. Tal vez habría sido mejor que sí hubiera llegado.
En retrospectiva, las semillas del desastre demócrata de 2024 se plantaron en la cuasivictoria de 2022. Tres cosas ocurrieron después. La presión sobre el presidente Biden para que no buscara la reelección, y la posibilidad de un desafío serio en unas primarias si lo hacía, se esfumaron. Los demócratas se convencieron a sí mismos de una teoría del electorado que resultó errónea. Y, como resultado, el gobierno Biden-Harris evitó el tipo de giro drástico que tanto el gobierno de Clinton como el de Obama tuvieron que dar tras las derrotas de mitad de mandato de 1994 y 2010.
En 2020, a los demócratas les preocupaba la edad de Biden, pero les reconfortaban, en parte, las sutiles señales que dio de que solamente ocuparía el cargo durante un mandato. “Miren, me veo a mí mismo como un puente, no como otra cosa”, dijo en 2020. A mediados de 2022, cuando Biden reveló su intención de volver a postularse, el partido comenzó a inquietarse. En junio de ese año, el Times entrevistó a casi 50 funcionarios demócratas y descubrió que entre “casi todos los demócratas entrevistados, la edad del presidente —79 años ahora, 82 cuando el ganador de las elecciones de 2024 tome posesión— es una profunda preocupación sobre su viabilidad política”.
La opinión pública tampoco estaba entusiasmada con los resultados que estaba dando el gobierno de Biden. En octubre de 2022, en medio de un enfado generalizado por la inflación, la encuesta del Times/Siena reveló que Biden tenía un índice de aprobación por su trabajo del 38 por ciento, y en una revancha hipotética estaba detrás de Trump.
Si los demócratas hubieran sido arrasados en las elecciones de mitad de mandato, la presión para que Biden fuera la figura de transición que había prometido ser habría sido inmensa. Si a pesar de esa presión hubiera vuelto a postularse, podría haberse enfrentado a oponentes serios. Pero a los demócratas les fue mucho mejor de lo que esperaban. El flojo índice de aprobación del presidente y la molestia generalizada por la inflación no se vieron por ninguna parte en los resultados electorales. En su primer referendo bajo Biden, a los demócratas les fue mucho mejor que con Bill Clinton u Obama. Cualquier presión sobre Biden para que se hiciera a un lado —y cualquier posibilidad de un verdadero desafío en las primarias— terminó ahí.
En lugar de esto surgió una nueva teoría sobre el electorado, basada en la forma en que los demócratas superaron las expectativas en estados disputados, como Pensilvania y Wisconsin, y no lograron buenos resultados en estados seguros, como Nueva York y California. Había dos coaliciones: la coalición MAGA y la coalición anti-MAGA. La coalición anti-MAGA era mayor, pero necesitaba ser activada por la amenaza de Donald Trump o la decisión del caso Dobbs sobre el aborto. Una serie de victorias en elecciones especiales en 2023 parecieron confirmar la teoría. Los demócratas estaban ganando elecciones que no tenían por qué ganar, tomando en cuenta el bajo índice de aprobación de Biden y el enfado público por la inflación. Sin embargo, el odio a Trump de la coalición anti-MAGA había cambiado las matemáticas electorales.
Había una explicación menos reconfortante: los demócratas estaban ganando a los votantes más comprometidos políticamente por enormes márgenes, los republicanos estaban ganando a los votantes con menos interés cotidiano en la política. La nueva coalición de los demócratas era del tipo que acudía confiablemente a las urnas en las elecciones de medio mandato y especiales. Quizá eso —y no una caballería anti-MAGA— era lo que explicaba el buen resultado de los demócratas. Si esta teoría fuera correcta, unas elecciones presidenciales con una alta participación podrían resultar peligrosas para los demócratas, porque el electorado se llenaría de los votantes a quienes les importaba poco Trump o el 6 de enero, pero que detestaban los precios altos.
Sin embargo, los demócratas en gran medida llegaron a creer en la primera teoría. Cuando hablé con algunos de los principales asesores políticos de Biden tras las elecciones de mitad de mandato, me dijeron que el índice de aprobación del presidente ya no era un indicador electoral por el que valiera la pena obsesionarse. En un país tan dividido, cualquier presidente sería impopular. Pero eso no era un presagio de catástrofe electoral, siempre que la alternativa fuera aún más impopular. Los demócratas no necesitaban tanto cambiar la opinión de los votantes sobre Biden como seguir recordándoles el caos y las consecuencias de Trump. Las elecciones de 2024, dijeron, serían sobre Dobbs y la democracia.
Esto permitió al gobierno de Biden —o lo que más tarde se denominaría gobierno Biden-Harris— evitar el cambio de rumbo que han seguido presidencias demócratas anteriores luego de las elecciones de mitad de mandato. En 1994 y 2010, los demócratas fueron apaleados, como lo dijo memorablemente Barack Obama. En cada caso, el gobierno tomó la derrota contundente como una señal y volvió a centrarse en los votantes que había perdido. Esto condujo, en el caso de Clinton, a la triangulación y a la reforma de la asistencia social; en el caso de Obama, a una secuencia de negociaciones presupuestarias bipartidistas y a una campaña de reelección centrada intesamente en la economía.
Pero el gobierno de Biden no se vio obligado a dar ese giro. No ignoraba la indignación de los votantes por la inflación o la frontera, pero no se vio afectada por el tipo de rechazo electoral que obliga a los gobiernos a alejar a sus principales partidarios al virar al centro. No hubo negociaciones bipartidistas sobre un paquete antiinflacionista o de reducción del déficit, y hubo pocos esfuerzos públicos y complejos para cambiar de rumbo. Biden siguió preocupado, comprensiblemente, por Ucrania y luego por el 7 de octubre y la guerra entre Israel y Hamás.
La apuesta más visible por la moderación tras las elecciones de mitad de mandato fue el apoyo del gobierno al proyecto de ley fronteriza Murphy-Lankford. Sin embargo, el gobierno de Biden no participó en ese proceso hasta finales de 2023, y Biden no respaldó el proyecto de ley sino hasta enero de 2024. Incluso cuando el proyecto de ley fracasó, Biden no adoptó sus medidas ejecutivas para restringir el proceso de asilo hasta junio de 2024.
Compárese eso con el gobierno de Obama, que pasó años enfrascado en negociaciones bipartidistas vistosas a través del Comité Simpson-Bowles, con el presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner, y a través del llamado supercomité. En gran medida, estos esfuerzos fracasaron —al final, la reducción del déficit se debió en buena parte a los recortes automáticos del proceso de ajuste presupuestario—, pero el gobierno de Obama se dejó ver intentándolo una y otra y otra vez.
No me entusiasmó el giro del gobierno de Obama a la reducción del déficit. Por otro lado, soy liberal. El gobierno de Obama no necesitaba ganarme. Tras las desastrosas elecciones de mitad de mandato de 2010, necesitaba recuperar a los votantes que creían que el gobierno me escuchaba a mí y no a ellos. Se enfocó sin descanso en ese proyecto, incluso cuando enfurecía a la base demócrata.
Creo que esta dinámica ayuda a explicar una ceguera política que los demócratas desarrollaron en torno a Biden. Siempre hubo una enorme brecha entre la casi reverencia por Biden entre los demócratas de Washington y su débil índice de aprobación. Una de las razones por las que Biden era tan querido entre los liberales del Congreso era que, a diferencia de anteriores presidencias demócratas, su gobierno no reorientó su política de una forma que alienara a su base para recuperar a los votantes distanciados. Hay una razón por la que los defensores más acérrimos de Biden, incluso después del desastroso debate presidencial, fueron Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez.
En lugar de enfocarse en los votantes que estaban perdiendo, Biden y los demócratas siguieron enfocándose en los votantes que estaban ganando. La campaña de reelección de Biden arrancó en Valley Forge con un discurso sobre la amenaza que Trump representaba para la democracia; la campaña de Harris hizo su alegato final en la Elipse, en Washington, donde Trump incitó a la turba que irrumpió en el Capitolio.
Pero el electorado de 2024 no era el electorado de 2022. No estaba suficientemente motivado por Dobbs y la democracia. Ha sido un año electoralmente desastroso para los mandatarios en el cargo en todo el mundo, y las depredaciones de Donald Trump no hicieron de Estados Unidos una excepción a la regla. Quizá si los demócratas hubieran sentido toda la indignación de los votantes en las elecciones de mitad de mandato, habrían pasado los dos años intermedios haciendo todo lo posible por apaciguarla o por encontrar un candidato que pudiera responder a ella. Pero no lo hicieron. Cuando Harris tomó las riendas de la campaña en julio, cuando apenas quedaban 100 días para el día de las elecciones, ya era demasiado tarde.