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Francisco, en la historia de la Iglesia católica, fue un pontífice de sorpresas

La edición del boletín de hoy tiene como invitado a Jason Horowitz, jefe de la corresponsalía de The New York Times en Roma, que abarca Italia, el Vaticano y zonas cercanas.

El cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio era mi elección para ser el siguiente papa. Me equivoqué.

Era 2005, y el sacerdote, un jesuita sudamericano conocido por viajar en autobús, cumplía muchos de los requisitos que los expertos eclesiásticos me dijeron que eran necesarios para hacer avanzar a la Iglesia católica. En lugar de eso, el Colegio Cardenalicio eligió al archiconservador Joseph Ratzinger, quien se convirtió en el papa Benedicto XVI.

Cuando, ocho años después, informé sobre otro cónclave y volví a estar en la Plaza de San Pedro escrutando el color del humo que salía de la Capilla Sixtina (señal de que se ha elegido a un nuevo papa), pensé que el cardenal argentino había envejecido demasiado para ser uno de los principales candidatos.

Volví a equivocarme.

El cardenal Bergoglio, quien adoptó el nombre papal de Francisco, el primero en hacerlo en la historia de la Iglesia católica, fue un pontífice de sorpresas. Durante la decena de años que me tocó cubrirlo, desde el día de su elección hasta el día de su muerte, a los 88 años, mantuvo en vilo a la iglesia que dirigía, al mundo que le importaba y a los periodistas que lo seguían. Lo cubrí en destinos inesperados —Mongolia, Irak, Birmania—, donde llamó la atención hacia problemas humanitarios que estaban fuera del radar mundial.

Una imagen imborrable que recuerdo fue verlo visiblemente conmovido, con la voz apretada, cuando se encontró cara a cara en Bangladés con miembros de la minoría étnica rohinyá que habían sufrido una enorme persecución. Para mí, aquello puso de manifiesto hasta qué punto Francisco se preocupaba por los migrantes, los desplazados víctimas de la guerra y los más olvidados y marginados de entre nosotros, independientemente de su religión. Para él, su sufrimiento era real.Pero también llegué a apreciar a Francisco como un hábil operador político con el que no había que jugar.Cuando los cardenales conservadores deseosos de erosionar la autoridad del papa escribieron a Francisco una carta oficial de dubia —duda en latín— pidiéndole que aclarara la “grave desorientación y gran confusión” que, según decían, había causado un documento escrito por él, planteando una cuestión de derecho eclesiástico, el papa se negó sencillamente a responder.Eso los enfureció y, con los años, la presión y el ruido que la oposición conservadora produjo en los medios de comunicación afiliados llevó a algunos de ellos a insinuar que se acercaba el momento de un cisma, una ruptura formal con la Iglesia.

Una imagen imborrable que recuerdo fue verlo visiblemente conmovido, con la voz apretada, cuando se encontró cara a cara en Bangladés con miembros de la minoría étnica rohinyá que habían sufrido una enorme persecución. Para mí, aquello puso de manifiesto hasta qué punto Francisco se preocupaba por los migrantes, los desplazados víctimas de la guerra y los más olvidados y marginados de entre nosotros, independientemente de su religión. Para él, su sufrimiento era real.

Pero también llegué a apreciar a Francisco como un hábil operador político con el que no había que jugar.Cuando los cardenales conservadores deseosos de erosionar la autoridad del papa escribieron a Francisco una carta oficial de dubia —duda en latín— pidiéndole que aclarara la “grave desorientación y gran confusión” que, según decían, había causado un documento escrito por él, planteando una cuestión de derecho eclesiástico, el papa se negó sencillamente a responder.Eso los enfureció y, con los años, la presión y el ruido que la oposición conservadora produjo en los medios de comunicación afiliados llevó a algunos de ellos a insinuar que se acercaba el momento de un cisma, una ruptura formal con la Igles

En un vuelo papal, pregunté a Francisco sobre los cuestionamientos sin respuesta de la dubia y si le preocupaba que sus oponentes en la Iglesia estadounidense pudieran separarse de Roma.

“Rezo para que no haya cismas”, me dijo Francisco. “Pero no tengo miedo”.

Fue el equivalente papal a sacudirse el polvo de los hombros con desdén.

En el avión papal, era un tipo despreocupado, con buen sentido del humor, que se llevaba mejor con los medios de comunicación que todos los candidatos presidenciales y presidentes que yo había cubierto. Comparó gustosamente conmigo apuntes sobre atascos en ascensores después de una semana en la que ambos nos habíamos quedado atascados en ascensores. Lo vi aceptar suficientes dulces para alimentar a un ejército.

En el Vaticano, me sorprendió con un estilo de gobierno que sus críticos consideraban autoritario (“Frankie, ¿dónde está tu piedad?”, se leía en carteles en Roma) y una habilidad para sortear las trampas de una institución construida para ralentizar las cosas. En otras ocasiones, me asombró su aparente indecisión, postergando decisiones importantes, como permitir que algunos hombres mayores y casados sirvieran como sacerdotes en lugares remotos.

Recuerdo que me quedé atónito cuando concluyó una reunión de obispos de un mes de duración en 2018 saliiéndose del tema con una perorata sobre la Iglesia “perseguida” y “ensuciada” por acusaciones del diablo.

Pero sus amigos me contaron que aprendía de sus errores y mostró capacidad de cambio, quizá el más sorprendente de los rasgos humanos. Cuando creyó a sus obispos en lugar de a las víctimas de abusos sexuales, admitió su error y prometió que no volvería a ocurrir. Tomó medidas importantes para mejorar la seguridad en la Iglesia.

Lo más sorprendente, quizá, fue la importancia que adquirió Francisco en mi propia vida. Era una presencia que se vislumbraba constantemente. Mis hijos crecieron escuchando los discursos papales en el coche. Repartí cuentas del rosario que el papa me había dado a familiares y amigos que las necesitaban más que yo.

Cuando inicialmente se convirtió en papa, a los 76 años, dijo que pensaba que duraría unos pocos años en el cargo. En cambio, vivió una decena más, y sus reformas y reveses, sus pasos en falso y sus saltos inesperados hacia adelante exigieron toda mi atención y mi tiempo.

Viajé con Francisco a decenas de países —rincones olvidados del planeta llenos de oprimidos— y vi el mundo como él lo veía.

En cierto modo, creo que esa era la sorpresa que más deseaba dar.

Por: NYT

 

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