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La Espanta Borrachos

Carlos Tovar

En el centro de Valencia, estado Carabobo, para el año 1968 existían muchos bares. Las tiendas de venta de telas y zapaterías ya dominaban la ciudad, pero los fines de semana, los trabajadores, al salir de sus rutinas laborales, visitaban esos bares donde un trago de ron o cerveza fría los hacía olvidar sus vidas monótonas. Muchos, incluso con familia, repetían este ritual para alegrarse entre tragos, Rockolas y meseras.  

Pero este relato no trata de obreros ni de licor. La historia se centra en las calles del centro de Valencia, aunque no en ese escenario diurno y bullicioso de gente comprando bajo la luz del sol. Nuestra narración pertenece a la oscuridad de la noche, a los callejones fríos y silenciosos. Ese era el escenario perfecto para un ser que sembró el terror en una época donde las creencias en espantos y fantasmas eran comunes.  

Circulaba una leyenda sobre una mujer hermosa que se aparecía a hombres solos y ebrios. No era la Sayona ni la Llorona; era algo peor, un ser infernal, como escapado del infierno. Los pocos testigos que sobrevivieron al susto contaron que la mujer era guapa, aparentaba entre 27 y 30 años, alta, con ojos hermosos y una dulzura encantadora. Cuando la víctima —borracha y vulnerable— salía del bar en madrugadas solitarias, la enigmática fémina emergía de la oscuridad, surgiendo del silencio como si no perteneciera a este mundo.  

Con insinuaciones sensuales, proponía intimidad al incauto. Si este accedía, ella le ordenaba no mirarla mientras se preparaba para el acto. Pero cuando la víctima, incapaz de resistir la curiosidad, volvía la vista hacia ella, ya no encontraba a la dulce joven de antes. En su lugar, se alzaba un ser horrendo: huesudo, con ojos inyectados en sangre, piel llena de ronchas y cabellos canosos que antes eran negros. Su sonrisa revelaba dientes afilados y negruzcos. Los testigos juraban que era real, no una alucinación por la borrachera.  

Pronto, las calles de Valencia amanecieron con cruces pintadas en las paredes, señal de que allí había aparecido la Espanta Borrachos. La gente no solo marcaba esos lugares con cruces, sino que también rociaba agua bendita. El miedo se volvió tal que los parroquianos comenzaron a salir en grupos, pues el espectro solo atacaba a quienes iban solos.  

Con el tiempo, la amenaza desapareció. Hay muchas teorías: la más plausible señala el aumento de la inseguridad. Cuando los crímenes humanos —asesinatos, robos— ocuparon las noticias, las calles se vaciaron y los bares dejaron de abrir hasta altas horas. La Espanta Borrachos se desvaneció de la memoria colectiva. Hoy, casi nadie la recuerda; es como si hubiera regresado al infierno del que salió. Quizá algún lector que vivió esa época aún guarde en su mente el eco de esta leyenda, propia de aquella Valencia de los años 60.  

 

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