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jueves, junio 27, 2024

Las siete semanas de Héctor Cámpora

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Por Carlos Raúl Hernández

La “revolución libertadora” de los generales Pedro Aramburu y Eduardo Lonardi, lanza a Juan Domingo Perón el 16 de septiembre de 1955 al exilio madrileño por 18 años, pero los siguientes gobiernos civiles y militares clonaron su modelo demagógico e irresponsable del que ochenta años después Argentina no se recupera. Secundado por Evita, arruinó uno de los países más prósperos del mundo y dejó el virus populista en el cerebro del país, del poderoso movimiento sindical creado a su imagen y semejanza, y de Hispanoamérica. Al comenzar los 70, guevaristas y seguidores de Camilo Torres y la Teología de la Liberación, promueven el “encuentro de marxistas y cristianos”, que halla su nicho en las juventudes justicialistas irredentas. Oí decir a izquierdistas venezolanos que “la revolución argentina pasa por Perón” y que “el peronismo era una etapa previa del socialismo”. Los jefes de la guerrilla Montoneros hacen su pasantía en Cuba impulsados por un marxista-justicialista, John William Cook con su libro Peronismo y revolución y se inauguran en 1970 con el secuestro y asesinato de Aramburu, sentenciado por el golpe de 1955, y por expatriar el cuerpo de Evita. Hacen operaciones menores: toman el pueblo de La Calera, asaltan el Jockey Club de Córdoba, una estación de trenes, la sede central del correo y pese a la muerte de sus principales jefes, en 1971 están en primer plano de la opinión pública y son el factor destabilizador.

Perón desde el exilio estimula los grupos armados y el caos para que lo añoren, diestro en apropiarse simultáneamente de todos los sectores antagónicos del partido, hacerles creer a cada uno privadamente que gozaba de una relación especial con él, y en público, que contaba con todos. “La conducción se debe ejercer sobre todas esas fuerzas… la acción persuasiva, que es lo que trato de hacer yo…una suerte de padre eterno que bendice urbi et orbi”. En 1971, levantamientos como el “Vivorazo” (Córdoba) y la violencia armada hacen el país incontrolable. Relevan al general Roberto Levingston con el general Alejandro Lanusse, único con el carácter para hacer tragar a las FFAA el llamado Gran Acuerdo Nacional, convocar elecciones y permitir los partidos políticos. Perón desde el exilio hace gala de su destreza para marear a los sindicalistas negociadores y a los terroristas: “todos trabajan por lo mismo” dice, y nombra en posiciones claves a la izquierda para estimular el caos y debilitar a Lanusse. Como el mismo no puede serlo, nombra candidato presidencial a Héctor Cámpora, padrino de los grupos armados, odontólogo graduado en una universidad del interior, que había desempeñado un cargo municipal en 1945, conoció a Perón, y desde entonces cae bajo su influjo.

Un buen hombre, con déficit de carácter, adopta sin chistar lo que dice el caudillo, se anula ante él y en los sectores de poder era visto como un inútil, un sigüí, interpretó mal el habilidoso acercamiento de Perón con la izquierda, una jugada sólo táctica para encrespar el ambiente y presentarse como “la solución”. La izquierda lo llama “el tío” por asociación con “el padre”, Perón. El 11 de marzo de 1973, Cámpora gana rayando 50% de la votación y el partido confiere a la Juventud peronista y los Montoneros 25% de los parlamentarios, cinco gobernaciones, tres ministerios y el control de las universidades. Las calles se desbordan y la izquierda quiere asaltar el gobierno, “rescatarlo del gansterismo sindical” y arrecia la violencia. Los sindicalistas rechazan las consignas socialistas-comunistas y plantean el regreso al peronismo ortodoxo, lo que trae una ola de asesinatos de dirigentes obreros. Las FF. AA le hacen llegar al presidente electo un planteamiento de cinco puntos, el “acta de garantía” que resume la preocupación por la impunidad que implica liberar a los terroristas presos y el imperativo de detener la violencia callejera. Cámpora lo desestima y la izquierda no se inmuta e intensifica el baño de sangre sistemático, con el propósito de “profundizar las contradicciones”, en su jerga, y “acelerar el proceso revolucionario”. La derecha responde con la AAA.

Montoneros asesinan al contralmirante Francisco Alemán, en Córdova al coronel Iribarren y luego dos sicarios en moto al Almirante Hermes Quijada, para precipitar una guerra civil. El 25 de mayo de 1973 asume Cámpora, con la visita de los presidentes de Cuba y Chile, Oswaldo Dorticós y Salvador Allende. La Juventud Peronista, Montoneros, ERP, concentrados frente a la Casa Rosada, no conceden tiempo ni siquiera para el trámite legal de una Ley de Amnistía y la noche de la toma de posesión irrumpen en la cárcel y liberan los terroristas presos. El gobierno democrático, nace incapaz de devolver el respeto a las instituciones y a su alrededor se conforma un clima fatal: el vacío de poder, la sensación de que a Cámpora nadie le hacía caso, no podía con la responsabilidad y cada uno tenía su propio plan. El 20 de junio de 1973 Perón aborda en Madrid el avión de regreso a la Argentina, acompañado por Cámpora y una delegación de dirigentes políticos y sindicales. Mientras atraviesan el Atlántico, grandes masas de trabajadores, “descamisados”, intelectuales, funcionarios, estudiantes y gente de clases medias, fluyen al distribuidor de la autopista que desemboca en el aeropuerto de Ezeiza y vías adyacentes.

Los radicales armados: la Juventud Peronista, los Montoneros y el ERP, pretenden ubicarse alrededor de la tarima, en una puja con el movimiento sindical y la ortodoxia del partido que, avisados del plan, se adelantan. La izquierda quería que el acto apareciera ante el mundo como el arranque de la revolución socialista, aplastar a los conservadores y al movimiento sindical. Al tanto de la maniobra, Perón da instrucciones precisas de impedirlo a su mano derecha, el ministro López Rega. Lo cuenta un montonero enjuiciado como autor intelectual por una explosión que mata 25 personas en otro momento, Horacio Verbitsky, en su libelo Ezeiza, (1985). En la campaña, Cámpora había ofrecido libertad incondicional a los guerrilleros presos, expropiación de los medios de producción, “patria socialista” y Rodolfo Galimberti, jefe de la izquierda, anunciaba la creación de milicias populares. En un santiamén, las contradicciones en el movimiento pasan en Ezeiza de la ideología a la matanza y nunca se rebeló el número de muertos y heridos. El avión con los ilustrísimos pasajeros aterrizó en una base alterna lejos de la masacre, señal del fin de la consigna “Cámpora a la presidencia y Perón a poder”, la ruptura definitiva, y éste se quita de encima la izquierda.

Desde su llegada, Perón ejerce la presidencia de hecho, ignora absolutamente al presidente en ejercicio, “como si no existiera”, se reúne a diario con diversos sectores, ahora enfundado en su condición de militar conservador, sin rastros de la Juventud Peronista ni los grupos armados que lo habían creído un Fidel Castro. Se empeña en avergonzar al pobre Cámpora y cuenta el escritor Juan Bautista Yofre que comentaba “voy a acabar con este gobierno de mar…cos y comunistas” (Infobae 06/11/ 2021) Dos semanas después de Ezeiza, renuncia el despreciado Cámpora, convertido en una figura penosa, ni siquiera decorativa y terminará en 1975 expulsado del partido. Después de tres años asilado en la embajada de México con cáncer en la garganta, cuando la dictadura le da el salvoconducto, ya era tarde y murió en México en 1980. Así termina un presidente que nunca lo fue. De nuevo presidente, Perón el 1 de mayo de 1974, humilla y echa violentamente a la izquierda en acto del Día del Trabajador ante la Casa Rosada, al llamarlos desde la tribuna “estúpidos infiltrados e imberbes” que “pretenden sustituir al movimiento obrero”.

@CarlosRaulHer
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