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martes, junio 25, 2024

Los cuatrocientos insultos

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Mi artículo anterior sobre El Mercader de Venecia, obra puesta en escena por José Tomás Angola, dramaturgo, narrador y director, hace poco en el Centro Cultural Chacao, me acerca un par de temas. Hayek toma casi textualmente de Aristóteles la definición de libertad: “regirse por leyes y no por hombres”. A diferencia de lo que se cree, igual la conciben gran parte de los filósofos medievales, el Renacimiento, la obra shakesperiana y la actualidad. Es radicalmente distinta a la “libertad de los antiguos” y nos referimos a la vida de las ciudades-Estado griegas, no a Aristóteles, quien la critica. Lo explican a plenitud Benjamin Constant y Umberto Cerroni en dos obras denominadas La libertad de los modernos, una en el siglo XIX y la otra en el XX en homenaje a la anterior.

Cerroni plantea que el totalitario moderno, digamos Fidel Castro, invoca para sus desmanes “al pueblo”, titular de la soberanía, exactamente como Luis XIV actuaba a nombre de Dios, el titular de la suya y ambos la usurpan. El Renacimiento británico, Shakespeare, naturalmente no desarrolla categorías teóricas, sino describe a la perfección la fisiología del poder absoluto, el contraste libertad vs tiranía, en coincidencia a plena con el irredentismo de Maquiavelo y las sofisticación y complejidad del Renacimiento español en Salamanca. Shakespeare escribe en medio de la metralla entre los conceptos de poder, política, libertad y tiranía, provocada por El Príncipe, aunque los disparos venían de siglos antes en plena edad media, en la Carta Magna Libertatum de 1215, versión praxística y no teorética de la búsqueda de la libertad medieval.

Es un acontecimiento base de la civilización occidental y democrática: el poder limitado, cuyas formulaciones teóricas las desarrollan en Salamanca durante los XVI y XVII. En aquel 1215, 25 barones se enfrentan a los atropellos del rey Juan Sin Tierra, ponen límites a su voluntad y se erigen en un cuerpo que asegura derechos comunitarios. Normalizan la jurisprudencia según el principio de que nadie podrá ser enjuiciado por la sola decisión del monarca y establecen derechos frente a impuestos y corvées. La libertad medieval despierta la idea de que no hay obligación ante poderes arbitrarios, sino derecho a la rebelión a nombre de la justicia, como plantea el toledano-salmantino Juan de Mariana (“El príncipe no es señor sino administrador de los bienes de los particulares”). Decir al rey que era “un servidor” le trajo muchos problemas.

La exposición sistemática del poder absoluto, la maiestas, es de Bodino en los Seis libros de la República en 1576, que al contrario de lo que hemos visto concede a la monarquía autoridad suprema fuera del control jurisdiccional del derecho positivo, mientras los curas de Salamanca hablan defienden el tiranicidio. La ley para Bodino no es más que una emanación del poder supremo, como para Hitler y Stalin, entre muchos y el poder no se comparte con apéndices de la monarquía, comunidades o parlamentos. William Barclay sostiene lo mismo: que el soberano no está obligado por la ley, recibe su autoridad de Dios y su majestad está por encima de la comunidad. En Inglaterra aparece también el libro de Jacobo I, El verdadero derecho de las monarquías libres de 1598.

Dice que los reinos de Escocia e Inglaterra fueron conquistados por sus antepasados, eso lo hace superior al ordenamiento jurídico, “es señor de toda persona que habite esos países y tiene poder de vida y muerte sobre ellas. Si bien un príncipe justo no tomará la vida de nadie…” el pueblo debe… “por la condición real de lugarteniente de Dios sobre la tierra, obedecer sus mandatos”. Jacques Bossuet dedica su obra Política tomada de las palabras de las Santas escrituras al Delfín, heredero de Luis XIV. En el príncipe reside la Razón de Estado, un concepto usado hasta hoy por las tiranías, con fuerte inspiración rousseauniana. Los juicios del príncipe son atribuibles a Dios y hay que servirle sea bueno o malo. Su poder debe abarcar todas las materias y, aunque sea perverso, quien se rebele ante él “seguramente se condenará…porque se resiste a una orden de Dios”.

Intenta una distinción semántica, una especie de hoja de parra, entre gobierno absoluto y gobierno arbitrario. La voluntad real no tolera propiedad ni el derecho inviolable a la vida, como en los absolutismos o totalitarismos del siglo XX. Paul Kennedy afirma que hubo cerca de cuarenta mil guerras y escaramuzas desde la caída del imperio romano hasta el siglo XVII. Decíamos que varias obras de Shakespeare presentan un poder contrahecho, ahogado en crímenes atroces y que termina abruptamente, cómo en la realidad. Ricardo III, Macbeth, Julio César, Coriolano, Hamlet, Tito Andrónico, recrean, enriquecen y encarnan el modelo descrito por Maquiavelo, y sucumben en el remolino de la fuerza sin escrúpulos, tiránica. Un hombre de vida modesta y decente, Maquiavelo, lo deforman como la encarnación del mal, pero deja huella intelectual honda en el pensamiento.

Lo mencionan calumniosamente más de cuatrocientas veces en la literatura isabelina, escribe Ernest Cassirer en El mito del Estado. Shakespeare hace decir al futuro Ricardo III, “soy capaz de añadir colores al camaleón…de enviar a la escuela al sanguinario Maquiavelo”. Cristopher Marlowe, en El judío de Malta afirma que “aunque el mundo piensa que Maquiavelo ha muerto/todavía su alma flota sobre los Alpes/Yo soy Maquiavelo”. Aunque se les llama “tragedias históricas” y se refieren a individuos reales: Macbeth en el siglo XI, Ricardo II en el XIV, Ricardo III en el XV, no son significantes fieles a sus significados, ni personajes históricos sino literarios. Macbeth no fue un criminal sino al parecer un gran rey, mató a Duncan en batalla y no cobardemente. Son figuras que surgen gracias a que Maquiavelo develó el poder y gracias a eso Shakespeare llevó la desmitificación al teatro, ante Isabel de Inglaterra, por cierto, ella misma una perfecta encarnación de El Príncipe y más peligrosa que vidrio molido.

@CarlosRaulHer

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