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Por MARÍA TERESA HERNÁNDEZ Associated Press
CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Cada que el secuestrador colgaba el teléfono, Verónica Rosas y su familia hacían lo que les dictaba el corazón: hincarse, tomarse de las manos y rezar.
“Le dije a Dios: ‘ayúdame'”, cuenta la mexicana que ha pasado los últimos nueve años buscando a su hijo.
Diego tenía 16 cuando desapareció tras salir de casa para reunirse con unos amigos en 2015. Ambos vivían en Ecatepec, un suburbio de Ciudad de México, donde el robo, los feminicidios y otros crímenes violentos han afectado a sus habitantes por años.
“Mucha gente hizo oración con nosotros”, dice Verónica, quien días después del secuestro recibió un dedo de su hijo como prueba de vida.
“A mi casa fueron a rezar cristianos, católicos, testigos de Jehová… Yo creo que por eso no me morí”.
Durante semanas, recuerda, apenas pudo comer o dormir. ¿Cómo alimentarse o descansar si Diego podría estar hambriento, exhausto o herido?
A pesar de sus esfuerzos y los de su familia, no logró reunir el dinero que los secuestradores exigían como rescate. Y aunque éstos aparentemente aceptaron una suma menor, nunca le devolvieron a Diego.
De acuerdo con cifras oficiales, al menos 115.000 personas han desaparecido en México desde 1952, pero el número real podría ser mayor.
Durante la “guerra sucia”, un conflicto interno que se extendió durante los años 70, las desapariciones se atribuyeron a la represión gubernamental, similar a la que se registró durante las dictaduras de Chile y Argentina.
En las últimas dos décadas, sin embargo, a medida que el gobierno empezó a confrontar al narcotráfico y el crimen organizado aumentó su control en diversos estados, las causas específicas y sus responsables se han difuminado.
Trata de personas, secuestros, represalias y reclutamiento forzado de los cárteles están entre las motivaciones, señalan organizaciones de derechos humanos. La desapariciones impactan tanto a las comunidades locales como a los migrantes que cruzan México con la esperanza de llegar a Estados Unidos.
Para miles de familiares como Verónica, la desaparición de sus hijos es una vuelta de tuerca.
“La desaparición genera una suspensión en la vida de los familiares”, dice el sacerdote anglicano Arturo Carrasco, quien ofrece acompañamiento pastoral a personas con seres queridos desaparecidos.
“Hay familias que pueden pasar años en la búsqueda y desatienden su trabajo, pierden la seguridad, el sueño. Caen en tremendos problemas de salud mental”, añade el religioso. “La familia nuclear en muchos casos se desintegra”.
En un inicio, los familiares suelen confiar en las autoridades, pero conforme el tiempo pasa y no reciben respuestas ni justicia, toman la búsqueda en sus manos.
Para ello distribuyen boletines con fotos de la persona desaparecida. Visitan morgues, prisiones e instituciones psiquiátricas. Caminan a través de zonas donde hay personas en situación de calle, preguntándose si sus hijos o hijas podrían estar cerca, afectados por el consumo de sustancias o problemas de salud mental.
“El 90% de las personas buscadoras son mujeres”, explica el padre Arturo. “Y de ese 90%, la gran mayoría son amas de casa que repentinamente tienen que enfrentar este flagelo”.
“Ellas carecen de muchas herramientas jurídicas y antropológicas, pero tienen algo que no tiene el resto de la población”, añade. “El fortísimo motor del amor por sus hijos, de buscarlos hasta encontrarlos”.
La búsqueda de una madre
Cuando Verónica estaba embarazada de Diego, tomó una decisión: tú serás mi único hijo.
Lo crió sola, malabareando más de un trabajo y buscando tiempo para jugar con él y revisar sus tareas. Juntos llevaban una vida sencilla y feliz.
Cuando era pequeño, Diego practicaba karate y fútbol. Amaba disfrazarse de distintos personajes en sus fiestas de cumpleaños. El hobby que compartían era el cine. ¿Algunas de sus películas favoritas? “Spider-Man” y “Transformers”.
Ahora que Diego no está, Verónica ha ido al cine una sola vez. Sólo aceptó porque una amiga que hizo tras la desaparición —la religiosa católica Paola Clericó, quien brinda acompañamiento espiritual a otras familias con personas desaparecidas— estuvo ahí dándole fuerza.
Divertirse, descansar —vivir— no es sencillo para Verónica, pero al mismo tiempo, si ella no cuida de sí misma ¿quién dará la pelea para averiguar qué pasó con Diego?
Tres meses después de su desaparición, cuando se cansó de esperar a la policía, abrió una página de Facebook que llamó “Ayúdame a encontrar a Diego”. Y, aunque sentía pánico de salir de casa, empezó a buscarlo hasta por debajo de las piedras.
Los primeros años de su búsqueda fueron solitarios. Amigos, familiares y compañeros de oficina suelen distanciarse de las personas con familiares desaparecidos porque “siempre hablan de lo mismo” o “escucharlos los pone muy tristes”.
No fue sino hasta 2018 que Verónica conoció a Ana Enamorado, una hondureña que se mudó a México para buscar a su hijo desaparecido en este país y por invitación suya asistió a una de las protestas en las que miles de madres como ellas exigen respuestas y justicia.
La zozobra de los mexicanos afectados por la violencia no ha hecho sino aumentar en años recientes. El presidente Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum, quien le sucederá a partir del 1 de octubre, suelen minimizar los reclamos, alegando que las cifras de homicidios han mermado en esta administración.
Los familiares, sin embargo, reclaman más que violencia. En una tarde reciente, en el estado de Zacatecas, una madre como Verónica interrumpió una sesión del Congreso y, bañada en lágrimas, gritó que encontró a su hijo —con un tiro en la cabeza— en la morgue. Llevaba ahí desde noviembre de 2023, dijo la mujer, pero las autoridades no se lo notificaron a pesar de sus esfuerzos por recibir información.
Realidades como aquélla es la que alcanzaron los oídos de Verónica en la protesta de 2018.
“Cuando llegué, vi a una mamá y a otra mamá”, recuerda. “‘¿Y tú a quién buscas?’, nos preguntábamos. Fue un despertar. Fue horrible”.
Poco después, como hicieron varias madres en estados como Sonora y Jalisco, Verónica fundó una organización para apoyarse mutuamente en sus búsquedas. La llamó “Uniendo Esperanzas” y actualmente apoya a 22 familias, sobre todo, en el Estado de México.
Sus miembros aprenden procedimientos legales en conjunto. Presionan a las autoridades judiciales que no siempre se muestran dispuestas a hacer su trabajo. Se visten con botas, sombrero y guantes para explorar terrenos boscosos en los que han hallado restos humanos.
De tanto en tanto, sus pericias les han permitido encontrar a familiares desaparecidos. Algunas veces con vida. En otras, lamentablemente, fallecidos. Sea cual sea el resultado, como haría cualquier familia, los miembros de “Uniendo Esperanzas” rezan, se abrazan y lloran juntos.
Para Verónica no siempre es sencillo. “Cuando encontramos a otras personitas siento mucha alegría y le agradezco a Dios, pero a la vez le digo: ‘¿Y por qué no me devuelves a Diego?'”.
Juntos en la búsqueda
En un domingo reciente, Benita Ornelas mantuvo el rostro sereno. No fue sino hasta que el padre Arturo nombró a su hijo, Fernando, durante la misa que realizó para recordarlo en el quinto aniversario de su desaparición, que las lágrimas brotaron.
En el país hay pocos líderes de fe dispuestos a mencionar las desapariciones en sus homilías o a consolar a madres que sufren y necesitan cobijo espiritual.
“No todos tienen la sensibilidad para soportar un dolor tan grande”, reconoce el obispo católico Javier Acero, quien periódicamente se reúne con madres como Verónica o Benita y respaldó la celebración de una primera misa en honor a los desaparecidos en la Basílica de Guadalupe en 2023.
“Pero la cifra va aumentando y el Estado no hace nada. Entonces, donde no está el Estado, está la Iglesia acompañando”, añade.
Algunas madres lo consideran un aliado y líderes de la Iglesia católica han levantado la voz sobre la estrategia de seguridad de López Obrador desde que dos jesuitas fueron asesinados en 2022. No obstante, muchos familiares de personas desaparecidas aseguran que otros sacerdotes, monjas y devotos católicos han mostrado poca o nula empatía por su dolor.
Poco después de que sus hijos desaparecieran, Benita y Verónica fueron a sus parroquias y rogaron a los padres que celebraran una misa para rezar por sus hijos, pero estos se negaron.
“Lloré y lloré, pero me dijo: ‘yo no puedo decir que están secuestrando, señora, mejor ponga una intención por su eterno descanso'”, cuenta Verónica sobre el sacerdote al que contactó.
En otra ocasión, recuerda, encontró a un grupo de mujeres rezando el rosario y, cuando les habló de Diego, una de ellas dijo: “Ya entrégueselo a Dios”.
En contraste, líderes de fe como el padre Arturo o la hermana Paola siempre están ahí para las madres. Con ellos han caminado del brazo a través de los terrenos lodosos que excavan en busca de restos humanos. Han celebrado misas en medio de calles concurridas y a un costado de canales de aguas negras. Han escoltado sus visitas a centros forenses, abrazándolas sin importar las penas que abrumen al finalizar la jornada.
“Tenemos la legítima esperanza de encontrar a nuestros tesoros con vida”, dice el padre Arturo. “No somos cándidos. No somos tontos. Sabemos que hay un factor de riesgo muy importante y que muy probablemente estén sin vida. Pero mientras no tengamos evidencia, seguimos haciendo la búsqueda en vida”.
Él y la hermana Paola forman parte de un grupo ecuménico llamado el “Eje de iglesias”. Junto a ellos hay religiosos metodistas, evangélicos, líderes espirituales de comunidades indígenas y teólogas feministas. Algunos días rezan juntos, sin importar su confesión. En otras comparten una comida, dibujan mandalas o simplemente escuchan a las madres.
“Cuando tengo algún problemita y no sé cómo abordarlo, recurro a ellos y siempre me ponen ejemplos de la vida de Dios en el mundo”, dice Verónica. “Me llevan a un estado conciliador para fluir con mucho amor, con mucha paz”.
Sólo ellos, cuenta, pueden entenderla.
“Muchas amistades me dicen ‘es que ya sólo hablas de tus búsquedas’, y yo les digo: ‘tú te levantas todos los días para darle de comer a tu hijo, para llevarlo a la escuela, pero yo me levanto diario para tratar de saber dónde está el mío'”, dice. “Sigo siendo mamá. Mi maternidad no ha desaparecido, aunque sigue de una forma bien triste y bien injusta”.
Para ella Diego siempre está presente, al igual que los hijos de sus compañeras en “Uniendo Esperanzas”.
En la reunión para recordar a Fernando, Benita preparó tacos de canasta —un plato tradicional de México— y contó que son los favoritos de su hijo.
Aquel domingo, bajo la lluvia fina, las madres y los religiosos compartieron los tacos con personas en situación de calle cerca de un templo católico en Ciudad de México. El padre Arturo celebró misa cuando la comida se acabó y, entre sonrisas amargas y miradas doloridas, un abrazo colectivo rodeó a Benita.
“Vivimos con un dolor muy profundo que solo Dios puede ayudar a sobrevivir”, dice Verónica. “Si no fuera por esa luz, por ese consuelo, yo creo que no podríamos estar de pie”.
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