lunes, abril 21, 2025
23.2 C
Carabobo
DIARIO LA CALLE
BANNER-LA-CALLE-1100X150PX
DIARIO LA CALLE
previous arrow
next arrow

La científica rebelde que formó a Kamala Harris

En su primer día de trabajo, la joven estudiante de bioingeniería bajó las escaleras del sótano de un laboratorio oncológico de Berkeley, California, y vio cómo decapitaban sumariamente a un ratón.

La estudiante, Elizabeth Vargis, se sintió desfallecer. Se agarró a una silla. Era hija de inmigrantes indios y sus bajas calificaciones acababan de costarle una beca; pensó que su dificultad para mantenerse erguida significaba también el fin de su carrera investigadora.

Su nueva jefa, Shyamala Gopalan Harris, era de otra opinión. Gopalan Harris, una mujer delgada de metro y medio y una risa ululante, escuchó unos días después cómo su alumna se reprochaba a sí misma ser una científica inadecuada, y luego intervino con una pregunta: “¿Habías comido ese día?”.

La bióloga más joven no lo había hecho.

“¡Tienes que comer!”.

La respuesta no era precisamente cálida, fue más un “¿eres tonta?” que un “siento mucho que te desmayaras”, dijo Vargis. Tampoco estaba destinada a convertirse en un meme como los aforismos de Gopalan Harris, así como el del cocotero, que captó la atención de los votantes en internet durante la campaña presidencial de su hija Kamala Harris.

Pero en la reprimenda de la profesora, Vargis escuchó un eco de sus propias tías indias y una afirmación de que pertenecía a un mundo científico en el que ni ella ni su profesora se habían sentido nunca del todo a gusto.

“Ella quería que yo estuviera en esa sala”, dijo Vargis, quien obtuvo su doctorado y ahora dirige un laboratorio en la Universidad Estatal de Utah, una carrera que atribuye en parte a Gopalan Harris. “Ella quería dar a todo el mundo una oportunidad, una oportunidad equitativa”.

Gopalan Harris murió de cáncer en 2009, unos seis años después de aquel encuentro. Este otoño, se ha convertido quizá en el personaje más reconocible de la biografía de la campaña de su hija. En sus discursos, Harris se ha apoyado a menudo en el recuerdo de quien considera su mayor influencia: la “mujer marrón con acento” que abandonó la India a los 19 años y desdeñó los convencionalismos para casarse con un jamaicano y establecerse en Estados Unidos.

Pero el relato de la vicepresidenta ha tendido a eludir las actitudes más desafiantes de su madre hacia el racismo y la misoginia en el país que eligió, según entrevistas con más de 20 personas con las que Gopalan Harris trabajó, de las que fue mentora o con las que entabló amistad. Esa parte de su carácter quedó patente no solo en las luchas a las que se unió por los derechos de las personas negras y el fin de la guerra de Vietnam, sino también en el laboratorio de cáncer de mama que dirigió, un pequeño rincón de una institución científica que era blanca, masculina y, a sus ojos, a menudo inhóspita para gente como ella.

La vicepresidenta ha convertido el pasado de su madre en una historia de éxito en Estados Unidos. Pero, de hecho, Gopalan Harris contó a sus colegas que había tenido que marcharse de Estados Unidos a Canadá para forjar una carrera en el campo de la ciencia. Después de que un puesto de trabajo que le habían prometido en la Universidad de California en Berkeley fuera a parar a manos de un hombre blanco, contó a sus amigos, llegó a la conclusión de que las facultades estadounidenses aún no estaban preparadas para contratar a una mujer de calor que se vestía con un sari para las entrevistas.

En una época en la que la mayoría de los científicos hablaban en voz baja de la discriminación, Gopalan Harris se quejó sin reparos a sus jefes del maltrato que recibían los trabajadores que no eran blancos, según dijo su supervisora en un laboratorio del área de Berkeley a principios de la década de 2000. Y, junto con otras compañeras, ideó formas de proteger sus puestos de los administradores tacaños cuando se tomaban la licencia por maternidad.

Gopalan Harris incluso se burlaba de la cultura occidental en sus charlas científicas, mostrando antiguas estatuas europeas de mujeres con los pechos mal colocados junto a otras indias anatómicamente correctas.

“Mis antepasados estaban muy por delante de ustedes”, bromeaba, según recuerda Robert Cardiff, patólogo de la Universidad de California en Davis.

Según su hija, Gopalan Harris se había rebelado contra las convenciones sociales indias al casarse por amor e instalarse en el extranjero. Pero la rebelión de Gopalan Harris fue también contra las normas estadounidenses, entre ellas la expectativa de que moderara su risa, se tragara sus opiniones y mantuviera a sus estudiantes a cierta distancia.

“Algunos investigadores consideran que sus estudiantes de posgrado son sirvientes”, dijo Cardiff. “Pero para Shyamala eran parte de la familia”.

La rebeldía de Shyamala Gopalan empezó pronto.

En su secundaria de la India, a mediados de la década de 1950, las chicas se sentaban a un lado del aula y los chicos al otro. Cruzar la línea no estaba exactamente prohibido, pero podía ser peligroso: era mejor acercarse al sexo opuesto en grupos de tres o cuatro.

“Eso te protegía de los rumores de que estabas saliendo con alguien”, dijo R. Rajaraman, un compañero de clase.

Gopalan no tomaba esas precauciones. Hija mayor de un diplomático de una familia privilegiada de brahmanes tamiles, hablaba con los chicos sin pudor. “Si quería algo, lo pedía”, dijo Rajaraman. “Eso era muy inusual”.

Cuando Gopalan decidió abandonar la India, ya no se arriesgaba a preguntar: a los 19 años, le dijo a su padre que la habían aceptado en el programa de posgrado de Berkeley en Ciencias de la nutrición. Era una forma de escapar de la educación que había encontrado en el Lady Irwin College de Nueva Delhi, fundado por los gobernantes coloniales británicos para educar a las mujeres indias. Allí se había resignado a estudiar Ciencias del hogar, una disciplina que abarcaba la cocina, el cuidado de los niños y la nutrición.

Con una beca de 1600 dólares en la mano, viajó a Berkeley en 1958, aunque le faltaban nueve unidades de estudios universitarios para ponerse al día, según consta en su expediente de inmigración.

Gopalan estaba sola. Su familia no tenía contactos en Berkeley. Estados Unidos aún no había puesto fin a un sistema discriminatorio de cuotas que restringía el número de inmigrantes de fuera de Europa occidental.

“Se sentía sola y decía que era duro”, dijo Judith Turgeon, amiga y colaboradora desde hacía mucho tiempo. “Pero siguió adelante”.

En el crisol de la política radical de Berkeley, Gopalan encontró amigos íntimos, muchos de ellos negros. A menudo se reunían en The Terrace, una cafetería que se convirtió en un semillero de ideas sobre la organización de los estudiantes negros en el campus.

Se unió a un grupo de estudio de intelectuales negros, cuyos miembros acabarían ayudando a fundar el Partido de las Panteras Negras. Siempre estudiosa, a veces tenía un libro de ciencias abierto en el regazo durante las pausas en los debates, en los que miembros exploraban paralelismos entre los movimientos anticoloniales y la lucha contra el racismo estadounidense. A pesar de sus orígenes de casta superior, se sentía cómoda dondequiera que se reuniera el grupo, incluso en las zonas negras del oeste de Oakland que, según decían sus compañeros, solían poner nerviosos a otros forasteros.

Esa colisión de sensibilidades —su privilegio y su tendencia al igualitarismo— a veces dejaba a sus amigos perplejos ante Gopalan. Marchó por la igualdad. También tenía su propio joyero.

Pero sus amigos decían que su educación la había dotado de una seguridad que la ayudaba a saltar de un mundo a otro. En la India, le dijo una vez a un colega, ella era una diosa; en las ceremonias, los aldeanos montaban a su familia en elefantes.

“Había dos personas en Shyamala”, dijo Turgeon. “Ella andaba con lo de la democracia, la disparidad, la igualdad y todo eso. Pero también creció en ese sistema de castas”.

Se esperaba que Gopalan volviera a la India para un matrimonio concertado. Pero en otoño de 1962conoció a Donald Harris, un jamaicano que pretendía un doctorado en economía y que también había empezado a frecuentar el grupo de estudio de los alumnos negros en Berkeley. Se casaron al año siguiente.

Él iba en ascenso en la jerarquía académica; ella se movía lateralmente. Pero Shyamala Gopalan Harris se aferró a la investigación, se doctoró y trabajó en un laboratorio de fisiología que estaba estudiando cómo se procesaba el colesterol en el cuerpo. Se encontraba en el laboratorio en 1964 cuando, embarazada de Kamala, empezó a tener contracciones. Antes de marcharse, se detuvo para dejar una nota en la mesa de su supervisor.

“Voy a estar en trabajo de parto”, decía la nota, según contó más tarde Gopalan Harris a Yu-Chien Chou, una investigadora postdoctoral. En el hospital, suplicó en vano que la dejaran volver a sus experimentos mientras esperaba el parto.

Con su hija pequeña, Kamala, a cuestas, Gopalan Harris siguió a su marido primero a Illinois y luego a Wisconsin, donde él había conseguido un puesto de titular y ella un trabajo de investigación de nivel inferior. Pero eran jóvenes, escribió la vicepresidenta en sus memorias de 2019. Aquel romance fue el primero de Gopalan Harris. La pareja, al “convertirse en agua y aceite”, escribió su hija, pronto se separó.

Para Gopalan Harris, poner fin a un matrimonio por el que había desafiado a sus padres fue agotador. “Dudo que alguna vez le dijeran: ‘Te lo dijimos’, pero creo que esas palabras resonaron en su mente de todas formas”, escribió su hija.

La separación amargó a Gopalan Harris. Durante años, apenas habló con su exmarido. Según las actas de divorcio, ella pidió garantías legales de que él le devolvería 20 discos fonográficos que había conservado tras la separación.

Gopalan Harris, madre soltera ahora con una segunda hija pequeña, trabajaba en una profesión dominada por hombres y cada vez estaba más atenta a lo que describiría a sus amigos como sexismo flagrante.

Años más tarde, cuando contrajo una enfermedad autoinmune, personificó su enfermedad. Conscientemente o no, le dio un género.

“La llamaba ‘él’”, dijo Turgeon. “Hablaba de ella como: ‘Me está agarrando y no lo voy a dejar’”.

Tras su ruptura matrimonial, Gopalan Harris regresó en 1969 a la zona de la bahía en California. Decidió establecerse con sus hijas no en una de las áreas de inmigrantes asiáticos de la región, sino en el barrio negro de West Berkeley. La zona se había convertido en un refugio para las familias negras de una generación anterior a la de la segregación del sur, que por razones económicas o por prácticas de vivienda contrarias a los residentes negros, no podían vivir en otro lugar.

Gopalan Harris, auxiliar de investigación en bioquímica en Berkeley, solo podía permitirse alquilar el último piso de un dúplex. Las presiones económicas se acumulaban: le faltaba dinero para pagar la grúa que se había llevado su coche y, entre lágrimas, suplicó a un juez que se lo perdonara, según contó más tarde a Chou, su investigadora postdoctoral.

“No importa lo rica que sea tu familia, si vienes a Estados Unidos empiezas igual que cualquiera”, dijo Chou.

Una vez más, los amigos negros de Berkeley acudieron en su ayuda. Uno de ellos le presentó a una tía, Regina Shelton, una mujer negra de Luisiana que dirigía una guardería a dos casas de la de Gopalan Harris.

Mientras su madre trabajaba, Kamala y su hermana pequeña, Maya, se quedaban con Shelton. Cuando los experimentos se prolongaban, pasaban la noche allí. Los domingos por la mañana, Shelton llevaba a las niñas a la iglesia Church of God de la avenida 23, una iglesia bautista negra.

Según dijo Gopalan Harris a una periodista en 2007, esa era la razón por la que había trasladado a sus hijas a West Berkeley. “Da igual que tu color proceda de India o de los afroamericanos, porque este país es racista en función del color”, dijo. El mejor entrenamiento para “maniobrar” en un país así, razonó, era criar a las niñas entre vecinos negros.

Gopalan Harris había cuidado la identidad india de sus hijas: las llevó a la India e invitó a sus padres a visitarla en West Berkeley, dijo Carole Porter, amiga de la infancia de la vicepresidenta. Pero Gopalan Harris también quería arraigar a sus hijas en su identidad negra y prepararlas para los ataques contra su raza que ella veía venir.

“Sabía que Estados Unidos nos vería así”, dijo Porter, quien, como la vicepresidenta, es mestiza. “No puedes ser otra cosa que lo que eres, y lo que somos es mujeres negras”.

Gopalan Harris también quería mostrar a sus hijas por qué estaba tan a menudo fuera de casa. Así que las llevaba al laboratorio y las ponía a trabajar etiquetando tubos de ensayo. Esperaba que esas visitas ayudaran a sus hijas a visualizar una vida enfocada tanto en el trabajo como en el hogar.

“No les decía: ‘Ojalá pudiera estar aquí para ustedes”, dijo Turgeon. “Les explicaba lo importante que era, lo que ella estaba haciendo, y que algún día ellas tendrían algo en sus vidas que fuera realmente importante”.

Por muy itinerante que fuera su carrera, Gopalan Harris avanzaba, palmo a palmo, hacia su objetivo de descifrar qué hacía que el cáncer de mama fuera tan mortal. Le preocupaban el estrógeno y la progesterona, hormonas producidas por los ovarios que parecían impulsar la enfermedad.

Ella y otros colaboradores habían identificado receptores que se unían a los estrógenos y desencadenaban cambios en el sistema reproductor. Más tarde, ayudó a desentrañar cómo funcionaban esos receptores.

“Fue un trabajo pionero”, dijo Milan Bagchi, endocrinólogo de la Universidad de Illinois Urbana-Champaign.

Pero sus trabajos no le valieron los puestos académicos más estables que ella ansiaba. En Berkeley, a principios de la década de 1970, a menudo seguía realizando experimentos para sus jefes, dijo Mina Bissell, una destacada bióloga especializada en cáncer de mama que más tarde se convirtió en su mentora y amiga íntima.

Ningún rechazo le dolió tanto como cuando su supervisor en Berkeley incumplió su promesa de darle un puesto en la facultad, contó Gopalan Harris a sus colegas. En su lugar, la universidad contrató a un hombre blanco del Reino Unido. Más tarde dijo a Bissell y a otras personas entrevistadas por The New York Times que había llegado a preparar acciones legales contra la universidad en respuesta. (The New York Times no encontró ninguna demanda en el juzgado del condado).

Indignada, se marchó de Berkeley a un hospital afiliado a la Universidad McGill de Montreal, donde le dieron su propio laboratorio. Quería utilizar lo que estaba aprendiendo sobre los receptores hormonales para hacerse una idea de lo que fallaba cuando las células mamarias se volvían cancerosas.

Rodeada de laboratorios dirigidos en su mayoría por hombres, Gopalan Harris rechazó la rígida ética de saco y corbata de la época. En su lugar, vestía saris o jeans, dijo Michael Pollak, colaborador en McGill, y optó por renunciar a que la llamaran “profesora”.

No se trataba simplemente de una cuestión de estilo; parecía pensar que las formalidades se interponían en el camino de los avances en la salud de la mujer, al erigir barreras entre experimentadores y médicos o profesores y estudiantes. Ella se estrellaba contra esas barreras y las traspasaba.

“Su laboratorio era mucho más igualitario, en el sentido de que la gran profesora hablaba con los estudiantes más jóvenes”, dijo Pollak. “Para ella, esto no era un ejercicio académico, de torre de marfil”.

Ansiosa por conseguir cada vez más autonomía y volver al área de la bahía, Gopalan Harris se apoyó en una de las pocas mujeres que tenía poder en su campo y no era blanca: Bissell, la investigadora del cáncer de mama, quien había emigrado de Irán y supervisaba una división del Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley.

Bissell, que buscaba científicas que pasaran desapercibidas, contrató a Gopalan Harris, quien se estaba centrando en los receptores de progesterona, menos estudiados.

Gopalan Harris era una jefa exigente y, en ocasiones, abrasiva, lo que presagiaba los reportes sobre las dificultades de gestión de su hija mayor. Gritaba a los investigadores postdoctorales. Los estudiantes de licenciatura palidecían cuando la oían reprender a sus colegas o golpear cosas por frustración.

En un sector que suele valorar más el número de artículos publicados que la fiabilidad de estos, Gopalan Harris trabajaba lenta y obsesivamente para que sus estudios fueran más sólidos. Los retrasos exasperaban a sus colegas.

Pero no podía evitarlo, a decir de los estudiantes: amaba la ciencia. Chou llevaba mucho tiempo fuera del laboratorio de su mentora cuando Gopalan Harris, quien estaba enferma, llamó un día para hablar de un estudio. “Mañana me operan”, le dijo a su exalumna, “y por si acaso no me despierto, ¿te importaría terminar el trabajo y publicarlo?”.

Su dureza iba acompañada de igual dosis de afecto. Se refería a los estudiantes como sus “chicos”. Chou, que luchaba por compaginar la maternidad con el plazo de entrega de un trabajo, llevó una vez a su hijo pequeño al apartamento de su profesora, donde Chou escribió su manuscrito mientras la profesora jugaba con el niño.

Y cuando un joven investigador indio llegó a su laboratorio en 2001, Gopalan Harris le encontró un apartamento, lo llevó al supermercado y lo invitó a los recitales de danza de su nieta.

“Yo era nuevo en este país”, dijo el investigador, Asaithamby Aroumougame, ahora oncólogo en el Centro Médico Southwestern de la Universidad de Texas. “Me cuidó como a su propio hijo”.

Las hembras de ratón, los principales sujetos experimentales del laboratorio, también recibían un trato respetuoso. Gopalan Harris se refería a ellas como “las señoritas”. En su colonia de ratones, la jerarquía tradicional de sexos se invertía: los ratones macho se utilizaban principalmente para la cría. A veces, los estudiantes utilizaban los machos sobrantes para practicar cirugías que luego tendrían que realizar en las hembras para los experimentos.

Con el tiempo, Gopalan Harris tuvo problemas para conseguir financiamiento, lo que puso en peligro sus investigaciones. Pero de todos modos no dejaba en paz a sus jefes, protestando por cuestiones como el uso de un lenguaje ofensivo hacia los científicos que no eran blancos.

En su tendencia a irritar a quienes detentaban el poder, algunos vieron una diferencia entre la profesora y su hija mayor, quien por aquel entonces pasaba a tomar las riendas de las instituciones en las que trabajaba, empezando por la oficina del fiscal del distrito de San Francisco.

“No tenía ningún reparo en señalar las cosas que creía que debían corregirse”, dijo Joe Gray, que como administrador de Lawrence Berkeley, atendía las quejas de Gopalan Harris: “Probablemente estaba más atenta a las desigualdades en el lugar de trabajo de lo que era habitual en aquella época”.

Poco a poco, la propia Gopalan Harris fue enfermando, primero de una afección autoinmune y más tarde de cáncer de colon. Sus colegas dijeron que, pasado el momento en que el dolor provocado por un nervio pellizcado debería haberle impedido caminar, volvió a trabajar e incluso se jubiló formalmente para liberar el dinero de su sueldo a fin de que se destinara a las necesidades de la investigación.

“Esperemos que usted y yo tengamos un Año Nuevo menos tumultuoso”, escribió en un correo electrónico a Turgeon en enero de 2004. ”¡Soy demasiado vieja y sabia para considerar la felicidad!”.

Su muerte, a los 70 años, dejó desamparada a su hija mayor. Incluso dos años después, cuando la hija de Bissell se encontró por casualidad con Harris entre bastidores en un acto público, Harris lloró al mencionar a su madre antes de recomponerse y pronunciar un discurso.

Yalda Uhls, la hija de Bissell, dijo: “La emoción le llegó muy hondo”.

Mientras la carrera política de Harris despegaba, su madre seguía cuidando de sus otros “chicos”, los estudiantes de laboratorio que languidecían en lo más bajo del escalafón académico. Poco antes del Día de Acción de Gracias de 2006, Vargis escribió a su antigua profesora para darle las gracias a Gopalan Harris por incluirla inesperadamente como autora en un artículo recién publicado.

“¡Me ha ayudado mucho!”, escribió Vargis.

Una vez más, Gopalan Harris adoptó una postura diferente.

“Te merecías una autoría, ya que, sin tus cálculos, recuentos, etc., la Fig. 6 no se habría concretado”, respondió. “Entonces, ¿en qué te he ayudado?”.

TUFLASHNEWS

Otras Noticias

Noticias de ActualidadNoticias MundoNoticias en ColombiaNoticias de Moda

Más Leídas