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Soy historiador presidencial. Este es mi mayor arrepentimiento sobre Trump

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Creía saber a qué nos enfrentábamos. Cuando Donald Trump comenzó su ascenso al poder en 2015, me pareció un demagogo peligroso pero reconocible. Como biógrafo de presidentes, tiendo a pensar históricamente y a buscar analogías del pasado para arrojar luz sobre el presente. Por eso, durante años, el despliegue de miedo, prejuicios, resentimiento, xenofobia y extremismo de Trump me hizo pensar en figuras motivadas por la inconformidad, como Huey Long, Joseph McCarthy o George Wallace. Para mí, Trump representaba una diferencia no de tipo (llevábamos mucho tiempo soportando el antiliberalismo en Estados Unidos), sino de grado (desde la Guerra Civil, ninguna figura con opiniones tan antiliberales había llegado a ganar la Casa Blanca).

Pero Trump demostró que me equivocaba. Sus esfuerzos concertados para revocar las elecciones de noviembre de 2020 estuvieron a punto de tener éxito, prueba tangible de que, de hecho, está dispuesto a cumplir las amenazas autoritarias que profiere tan libremente. Ahora le veo como una auténtica aberración en nuestra historia, un hombre cuyo desprecio por la democracia constitucional le convierte en una amenaza única para la nación.

No digo esto como miembro del partido demócrata, que no lo soy. Conocí por primera vez el drama de la política estadounidense a través de un interés desde la infancia por Ronald Reagan, cuya gentileza pública tocó una fibra sensible en mí (a los 10 años, no era muy perspicaz sobre las implicaciones de la economía de la oferta). Me convertí en biógrafo de George H. W. Bush. He votado tanto a los candidatos republicanos como a los demócratas a la presidencia y en otras elecciones. Y he pasado gran parte de mi vida adulta estudiando y escribiendo sobre el cargo que John Kennedy llamó “el centro vital de la acción”.

Así pues, las analogías me resultan naturales. Sin embargo, cada vez me temo más que tratar de encontrar precedentes históricos para Trump presenta peligros propios. Ninguna figura similar en la historia estadounidense ha ejercido un control tan fuerte sobre tantos. Sugerir lo contrario disminuye el sentido de urgencia que requiere el momento.

Ojalá estuviera exagerando. Pero no es así. Dado nuestro sistema binario, un voto a Kamala Harris es un voto a favor de un espíritu democrático en el que podemos perseguir una vida con propósito y prosperidad en un Estado de derecho. Un voto a Donald Trump pone en peligro ese espíritu.

La democracia es frágil y humana, y su éxito depende de lo bien —o mal— que los estadounidenses gestionen sus propios apetitos. Nada de lo ocurrido en la última década sugiere que un Trump reelegido tendría algún incentivo para frenar los suyos. Que su intento de golpe de Estado fracasara no debería ser motivo para descartar la amenaza que representa; más bien, el hecho de que se intentara debería persuadirnos de no volver a poner en peligro el orden constitucional. Y desestimar sus propias palabras radicales, así como las preocupaciones de quienes trabajaron con él, de que alberga ambiciones dictatoriales, es confiar en un hombre que ya ha demostrado estar más interesado en sí mismo que en la nación, más dedicado a su engrandecimiento que a la Constitución.

Una segunda presidencia de Trump es una invitación abierta al caos. Una presidencia de Harris, por el contrario, sería un capítulo secuencial de la historia estadounidense, una empresa comprensible dentro de la lengua vernácula del poder, tal como la han practicado los presidentes que se remontan a Jefferson, Jackson y Lincoln. Puedes no estar de acuerdo con ella, pero una presidenta Harris gobernaría en la tradición que incluye a demócratas y republicanos.

Las diferencias de política palidecen en su contexto. El sentido de nuestra democracia es debatir y discrepar dentro de un ámbito definido por el Estado de derecho e informado, idealmente, por el respeto a las convenciones que nos permiten perdurar sin caer en una guerra hobbesiana de todos contra todos. Una presidencia de Harris preservaría ese escenario. Otra presidencia de Trump podría destruirla.

La historia no puede consolarnos en estos momentos. Pero puede inspirarnos. A mis amigos republicanos, mi súplica es directa: desde Gettysburg a Omaha Beach y Selma, Alabama, los estadounidenses han luchado, sangrado y muerto para que nosotros, el pueblo, pudiéramos tratar de perfeccionar nuestra unión, no para que un fanfarrón autoritario pudiera convertir nuestro proyecto nacional en su propio feudo.

Estados Unidos siempre ha estado marcado por la tensión entre la esperanza y el miedo, la justicia y la injusticia, la gracia y la rabia. Que lo bueno prevalezca sobre lo malo —que nos acerquemos a las promesas de la Declaración o nos alejemos de ellas— depende de los hábitos de corazón y mente de un número suficiente de estadounidenses, en el poder y lejos de él. Hizo falta una guerra civil catastrófica para acabar con la esclavitud. Hizo falta un ataque a Pearl Harbor por parte de una potencia del Eje y la posterior declaración de guerra contra nosotros por parte de la Alemania nazi para que Estados Unidos entrara en la lucha contra el fascismo a mediados del siglo XX. Y fueron necesarios innumerables actos de protesta no violenta para acabar con la segregación legalizada. En otras palabras, nunca nos levantamos una mañana y decidimos inclinar el arco del universo hacia la justicia. Como dice el viejo aforismo, los estadounidenses hacemos lo correcto solo cuando hemos agotado todas las demás posibilidades. Hoy tenemos la oportunidad de hacer precisamente eso: lo correcto.

 

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