La situación actual de Irlanda podría describirse mejor como la vergüenza de los ricos.
Un país que durante mucho tiempo fue uno de los más pobres de Europa Occidental cuenta ahora con abundante riqueza pública y privada y una economía abierta al mundo. Incluso se ha mostrado relativamente resistente a la tentación de la extrema derecha, tan atractiva en otros lugares; quizá la nostalgia de una época dorada imaginada no tenga mucho atractivo cuando los recuerdos de la pobreza, la emigración masiva y la represión impuesta por el catolicismo conservador están tan frescos en las mentes de una población bien educada y socialmente liberal.
Pero mientras Irlanda se prepara para acudir a las urnas en las elecciones generales del viernes, es evidente que existen las mismas oscuras tramas que han hecho tan precaria la posición de otros gobiernos en funciones en el mundo democrático.
Si la política fuera un juego de números, el actual gobierno irlandés —una coalición entre los dos partidos tradicionales de centroderecha, Fine Gael (liderado por el actual primer ministro, Simon Harris) y Fianna Fáil, junto con el Partido Verde— sería el ganador seguro. Hace una década, la economía irlandesa contaba con unos dos millones de trabajadores. Ahora la cifra parece aumentar inexorablemente hacia los tres millones. El desempleo está en niveles históricamente bajos, y la deuda pública como proporción del tamaño de la economía es menos de la mitad de lo que era en 2014.
Pero la gente no vota por estadísticas, como descubrieron los demócratas, en su detrimento, en las elecciones estadounidenses. La economía que más importa es la del día a día, y saber que el país va bien puede fastidiar aún más a los votantes si sienten que se lo están perdiendo. En Irlanda, la sensación de desconexión entre lo macro y lo micro se ve exacerbada por su peculiar camino hacia la riqueza: el gran motor de su transformación es externo. Para las multinacionales estadounidenses que buscan una base en la Unión Europea, el bajo tipo del impuesto de sociedades, la mano de obra altamente cualificada y la estabilidad política de Irlanda, combinados con la familiaridad de la lengua inglesa, un sistema del derecho anglosajón y estrechos lazos históricos y culturales, han ejercido una atracción magnética.
Piensa en una multinacional estadounidense —Apple, Pfizer, Meta, Microsoft, Intel, Boston Scientific— y lo más probable es que sea una de las cerca de mil empresas de EE. UU. con sede en Irlanda. Estas empresas gastan más de 40.000 millones de dólares al año en un país de poco más de cinco millones de habitantes. Para ponerlo en contexto, el volumen de inversión extranjera directa de EE. UU. en Irlanda en 2022 ascendía a 574.000 millones de dólares, aproximadamente el triple que en China e India juntas.
Además de pagar muchos sueldos, estas empresas aportan al fisco irlandés una ganancia inesperada en concepto de impuestos de sociedades: el total de todo el año podría alcanzar un nuevo máximo de unos 30.000 millones de euros este año. Con tanto dinero entrando, el gobierno ha podido hacer realidad el sueño de todo político: recortar los impuestos sobre la renta al tiempo que aumentaba el gasto público y reducía la deuda. En lugar de tomar las difíciles decisiones que los líderes de la mayoría de las democracias se sienten obligados a ofrecer a sus electores, Irlanda va viento en popa.
Los lectores envidiosos se preguntarán por qué Irlanda necesita celebrar elecciones. ¿Acaso los políticos que han hecho estas maravillas no pueden ser reelegidos por aclamación? Pero lo cierto es que Irlanda no parece un lugar muy feliz. Parte de ello es la frustración de los deseos cumplidos. Irlanda tiene las dos cosas con las que sus patriotas soñaron por siglos: independencia política y prosperidad económica. Durante mucho tiempo fuimos una sociedad de “si tan solo”: si tan solo los ingleses no nos hubieran colonizado, si tan solo no fuéramos tan pobres, si tan solo la Iglesia no se hubiera hecho tan prepotentemente poderosa. Esas nueve letras pequeñas cubrían multitud de defectos. Ya no lo hacen. Los problemas actuales de Irlanda se derivan de las decisiones colectivas que ha tomado libremente.
Al igual que el país sirve de escaparate de las ventajas de la globalización extrema, también demuestra sus inconvenientes. Los servicios públicos y las infraestructuras de Irlanda van muy a la zaga de su vertiginosa economía, creando un lugar que se siente a la vez superdesarrollado y subdesarrollado. Y por sí sola, la economía de mercado globalizada no produce los bienes públicos necesarios para una calidad de vida decente. Irlanda puede estar inundada de dinero, pero sus jóvenes ya no pueden permitirse comprar una casa; los alquileres por las nubes están haciendo imposible para muchos vivir en las principales ciudades de Dublín, Cork y Galway; el número de personas sin hogar y la pobreza infantil han aumentado; el acceso a la atención de salud es desigual e incierto; el transporte público y las escuelas públicas están a menudo saturados; la infraestructura física es muy inadecuada, y el ritmo de transición a una economía libre de carbono ha sido dolorosamente lento.
Pero en ninguna parte es más evidente la brecha entre las brillantes estadísticas y los sentimientos de ansiedad que en la cuestión más básica de todas, el crecimiento de la población. Esta debería ser una muy buena noticia. La historia de emigración masiva de Irlanda dejó un extraño legado: es el único país desarrollado que conozco cuya población sigue siendo mucho más baja que en 1840. Pero en la última década se ha producido un repunte largamente esperado, y ahora alrededor de una quinta parte de los que viven en Irlanda han nacido en otro lugar. Esto es la globalización en carne y hueso.
Sin embargo, durante años la gestión de esta migración —especialmente de una gran afluencia de refugiados de Ucrania y solicitantes de asilo de Asia y África— ha sido un tanto caótica. El fracaso de gobiernos consecutivos a la hora de ampliar adecuadamente la vivienda, las infraestructuras y los servicios públicos ha creado una apertura política para la extrema derecha y ha permitido que el eslogan “Irlanda está llena” parezca tan absurdo como creíble. Sigue siendo uno de los países menos densamente poblados de Europa occidental, pero puede parecer muy congestionado.
Se espera que los votantes se queden por un estrecho margen con la coalición de centroderecha. (Puede que los irlandeses encuentren un poco aburridos a sus pragmáticos centristas, pero no hay nada como ver las excentricidades de algunas alternativas en Estados Unidos y Europa para recordar que lo aburrido puede tener mucho de recomendable). Es probable que los grupos nacionalistas de línea dura y los independientes se abran paso, no lo suficiente como para afectar al equilibrio de poder, pero sí para hacerse un hueco en la política dominante.
El mayor perdedor podría ser el Sinn Féin, antigua rama política del Ejército Republicano Irlandés, que ganó el voto popular en las elecciones de 2020. Ya establecido como el partido más grande de Irlanda del Norte, tenía grandes esperanzas de poder liderar el próximo gobierno en Dublín, con promesas de repartir de forma más equitativa las ganancias inesperadas del impuesto de sociedades, solucionar la crisis de vivienda y avanzar en su preciada causa de una Irlanda unida. Pero se ha visto perjudicado por la competencia de la extrema derecha por los votos contrarios al establishment y por una serie de escándalos internos.
De lo que no hablan la mayoría de los políticos irlandeses, empeñados en ofrecer al electorado recortes fiscales y un mayor gasto, es del segundo gobierno de Trump que se avecina y de la amenaza de una guerra comercial entre Estados Unidos y Europa que podría encontrar a Irlanda en medio. Por ahora, fingen no ver lo que podría haber en ese horizonte.
Irlanda lo ha apostado todo a la globalización, una apuesta que hasta ahora le ha reportado ganancias atractivas. Pero no hay islas de satisfacción en océanos de inquietud política y económica.