Carlos Raúl Hernández
Toda historia es un estudio del presente. El Muro de Berlín cae en 1989, exactamente a 200 años de la revolución francesa en 1789, una poética casualidad porque el stalinismo no lo creó Koba, el georgiano de ojos inquietantes, sino Maximilien Robespierre. Una desventura histórica, es que desde entonces la violencia obtuvo fuero de sublimidad, “el tribunal de los pobres”, según él, que inspiró miles de poemas, ensayos filosóficos, películas y novelas. El filósofo de Fráncfort Walter Benjamin le da una dimensión metafísica, la violencia divina. Es herencia de Rousseau en nuestra cultura presumir bondades ínsitas “al pueblo”, a la pureza de sus actos y que toda protesta colectiva “debe tener razón”. La ingenuidad de esto mide en la muy alta la proporción de mecánicos que cobran piezas sin cambiarlas, “amigos” santurrones que te estafan, médicos que hacen quirurgias innecesarias, parejas que se engañan, profesores irresponsables, estudiantes vagos, comerciantes que falsifican los pesos. André Gorz, filósofo marxista, señala que los intelectuales y políticos tienden a “besarle el recto y no la rectitud a las masas” y a glorificar el tumulto cuando desbordan los muros de contención institucionales. La violencia divina toma la Bastilla y asesina quince pobres centinelas; luego las pescaderas saquearán del Palacio de Versalles y casi destazan a María Antonieta.
En los ya remotos sucesos del 27 y 28/89 de febrero por aquí, las discutibles élites (y la izquierda) vieron un acto de justicia social: los “buenos” eran los que saqueaban y violaban en las calles, y “los malos”, los que se quedaron en sus casas aterrados. Benjamin sublima los desmanes revolucionarios, pero se suicida para evitar los desmanes nazis. En microescala viví en 2019 que unos “demócratas” rompían parabrisas de un vecino que no compartía “el trancón”, y delincuentes con capucha en medio de una manifestación, que luego destruían un bien público o asaltaban transeúntes. Hoy existe la presunción de un acto terrorista contra MUSCAR, centro de distribución de gas doméstico. En la maligna polarización, para unos las turbas son criminales y para otros “un acto de justicia”. Representan entidades trascendentes, la Justicia, el Pueblo, la Libertad, la Rebelión, el Coraje, son violencia divina, sagrada, el buen salvaje en acción. Robespierre decía que “los pueblos no juzgan como los tribunales, no elaboran sentencias, sino que lanzan rayos…”. Y continúa: “la Verdad tiene indiscutiblemente su cólera, su propio despotismo…acentos terribles que resuenan en los corazones puros… ¡(atrévanse a) acusar al pueblo que la desea y la ama!”. ¡Que nos parta el parabrisas, entonces, el rayo de la justicia! Fiat iustitia pereat mundus, que se haga justicia, aunque se destruya el mundo, pero no es justicia sino venganza, el camino de la destrucción.
Benjamin acuñó otro concepto glorificador: la violencia constituyente, necesaria para echar los fundamentos de la revolución. El terror es sublime porque es necesario para imponer el bien y la justicia: la vieja dialéctica de fines y medios. En la plenitud revolucionaria, calza el discurso del futuro, la esperanza y la lucha contra “el mal”, se puede, pero sobre todo se debe, estamos obligados, a violar derechos y al uso indiscriminado de la furia. Cuando se derrumba el mito y regresa la dura realidad del fracaso eterno de la revolución, solo quedan políticos desesperados que harán cualquier cosa por no terminar como Robespierre o Mussolini, e intelectuales confundidos y turbados. Robespierre en la cima de su poder decía “castigar a los opresores de la humanidad es clemencia, perdonarlos barbarie…el rigor del gobierno revolucionario es su benevolencia” y con el pobre no hubo clemencia sino barbarie. La glorificación del asesinato, las cárceles espeluznantes, la tortura, para consagrar la virtud, llegan a su máximo escalafón con el libro Humanismo y Terror de Maurice Merleau-Ponty, el asistente de Sartre que da interesante y densa argumentación a favor del terrorismo de Estado. “…La discusión no es sobre si se acepta o se rechaza la violencia, sino si la violencia…es progresista”.
Matar no es bueno o malo en sí mismo, sino depende quien muera y para qué: si la ejerzo yo, es buena: si la usan contra mí, es mala. El terrorismo de Estado, el Gulag estalinista, la “revolución cultural”, la Cabaña de Guevara y Castro, más que justas son divinas porque sirven para construir el hombre nuevo. Según Merleau-Ponty, en conversaciones privadas y entre vodkas, los camaradas reconocían que una alta proporción de los prisioneros y muertos en las persecuciones estalinistas eran inocentes, comunistas sin mancha, pero “el partido necesitaba sangre para fortalecer su unidad”. Con el socialismo implantado y sólido, sin temor por su estabilidad, vendría el momento de luz de reconocer el aporte y la inocencia de los caídos injustamente. El gobierno revolucionario, desde la atalaya de la revolución, es el juez máximo y tiene que castigar a veces a personas decentes que actúan de buena fe, pero cuya acción “favorece discursos de la derecha”. Por eso Lacan escribió con sarcasmo, que la de los comunistas era una ética del juicio final. Ilegalización de partidos y sindicatos, persecución de activistas, censura de prensa, espionaje generalizado, odio, tortura, asesinato, cárcel y exilio a la disidencia, son factores constitutivos de las “revoluciones”, de izquierda y de derecha, polos opuestos pero idénticos, que desde el siglo XVIII crearon sistemas hiperabsolutistas.
Bienaventurados los que derrocaron dictaduras sin proponerse crear “la nueva civilización” que pedía Rimbaud: Betancourt, Larrazábal, Villalba, Caldera el 23 de enero de 1958; Aylwin y Lagos en el final de Pinochet; Adolfo Suárez, Felipe González, Manuel Fraga, Santiago Carrillo. Que en esta era de decadencia de la democracia los revolucionarios de izquierda y de derecha busquen clausurar la política no es casualidad, ya que Hegel y Marx, los dos más importantes protagonistas del “fin de la Historia”, padres historicistas, lo anunciaron. Según Hegel, los fines que habían impulsado “la marcha de la Historia”, los ideales ancestrales de justicia y libertad, se habían materializado en el Estado prusiano. Marx, utopista e idealista como su maestro, escribió que, como en el comunismo los trabajadores serían dueños de la riqueza y la sociedad se autogobernaría, no eran necesarios política ni Estado, pues el gobierno sería una mera administración de actividades y cosas. En el siglo XX los marxistas y nacionalsocialistas a sangre y fuego clausuraron la política, el pluralismo y la competencia por el poder. Lenin y Trotsky crearon la primera dictadura totalitaria y aquél, moribundo, descubrió que su discípulo más habilidoso, Stalin, garantizaba una pesadilla peor de la que ya habían creado.
Hitler se propuso “destruir la herencia de la revolución francesa” pero se copió del Terror de Robespierre y lo reprodujo en el siglo XX. La revolución comienza con la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789 y termina en 1793 con la decapitación de Luis XIV y el año siguiente, el Terror. La habilidad de los luchadores democráticos exitosos contra dictaduras, fue actuar inteligentemente y con cuidado extremo para reconstruir paso a paso los pilares del Estado de Derecho. Los revolucionarios de izquierda y derecha, unos por malicia, otros por torpeza, trabajan para destruir la política, al cerrar o abandonar, respectivamente, los mecanismos y espacios democráticos. Hacen desaparecer la política reformista, de centro, sin siquiera pagar el costo de una guerra civil, ni fusilamientos guevaristas. Ante la ausencia de política, el único enemigo del status es su dificultad para darle orientación a la economía y mejor vida a los ciudadanos. Ojalá la comunidad internacional comprenda que “las sanciones” y el aislamiento, eliminan toda posibilidad de incidir y que la despolitización recibiría un nuevo aliento si estimulan llamados a la abstención en las próximas elecciones locales. Frente a la inercia, la parálisis y el silencio, son imperativos interlocutores para detener la fuga democrática. Abstenerse es salir de la política y que las nuevas estructuras se hagan impenetrables. Estamos ante una nueva realidad y hay que enfrentarla.