De alguna manera, disrupción no alcanza a definirlo. Conmoción podría estar más cerca. Quizá revolución. En menos de dos semanas desde que fue elegido de nuevo, Donald Trump se ha embarcado en una nueva campaña para hacer añicos las instituciones de Washington como ningún presidente entrante lo ha hecho en toda su vida.
Ha hecho rodar una granada gigante en medio de la capital del país y ha observado con malvado regocijo quién huye y quién se lanza sobre ella. Basta decir que hasta ahora ha habido más de lo primero que de lo segundo. Trump ha dicho que el “verdadero poder” es la capacidad de generar miedo, y parece haberlo conseguido.
Los primeros movimientos de transición de Trump equivalen a una prueba de estrés generacional para el sistema. Si los republicanos acceden a su exigencia de un receso del Senado para que pueda nombrar a personas sin confirmación, se reescribiría el equilibrio de poder establecido por los fundadores de la nación hace más de dos siglos. Y si se sale con la suya en la selección de algunos de los puestos más importantes del gobierno, colocaría a leales decididos a volar por los aires los mismos departamentos que dirigirían.
Ha elegido a un congresista lanzador de bombas que ha pasado su carrera atacando a sus compañeros republicanos y eludiendo acusaciones de tráfico sexual y de drogas para dirigir el mismo Departamento de Justicia que lo investigó, aunque no lo acusó, por sospechas de tráfico de menores. Ha elegido a un teórico de la conspiración sin formación médica que menosprecia los fundamentos de la atención convencional a la salud para dirigir el Departamento de Salud y Servicios Humanos.
Ha elegido a un presentador de televisión de programas matutinos de fin de semana con un historial de defensa de criminales de guerra convictos mientras luce un tatuaje de cruzado cristiano que ha sido adoptado como símbolo por la extrema derecha, para dirigir las fuerzas armadas más poderosas de la historia del mundo. Ha elegido a una exrepresentante que ha defendido a dictadores de Medio Oriente y se ha hecho eco de posturas favorecidas por Rusia para supervisar las agencias de inteligencia de la nación.
Nueve años después de que Trump empezara a alterar las normas políticas, puede ser fácil subestimar lo extraordinario que es todo esto. En el pasado, ninguna de esas selecciones habría pasado el examen en Washington, donde el hecho de no pagar los impuestos sobre el empleo de una niñera solía ser suficiente para descalificar a un candidato al gabinete. Trump, por el contrario, ha pasado por encima de las antiguas líneas rojas, optando por candidatos que son tan provocativos que incluso sus colegas republicanos se preguntan si les está tomando el pelo.
El mensaje a Washington es sencillo, según Roger Stone, el viejo amigo de Trump a quien le encanta su propia reputación de tramposo político. “Las cosas van a ser diferentes”, dijo por mensaje de texto.
Por decir algo. “Hay algo en esta ciudad, en la capital imperial, que ha cambiado en las últimas 48 horas”, dijo Stephen Bannon, el autodenominado agitador y exestratega de la Casa Blanca de Trump, en su pódcast la semana pasada. “Es una sensación de que ha habido un cambio sísmico en la cultura política. Y, oye, creo que saben que no vamos a volver atrás”.
Trump, por supuesto, no ocultó su deseo de destrozar el statu quo de Washington durante su campaña. Era parte de su atractivo. Muchos de sus partidarios están de acuerdo con su argumento de que el sistema está fundamentalmente roto y necesita ser quemado. En su opinión, seguir como hasta ahora ha beneficiado a la clase privilegiada a expensas de los ciudadanos estadounidenses. El gobierno se ha corrompido completamente y se ha vuelto contra los conservadores y su modo de vida.
Karoline Leavitt, su secretaria de prensa entrante, dijo que Trump había ganado “un mandato” para cambiar Washington y que sus nombramientos lo reflejan. “El presidente Trump seguirá nombrando a hombres y mujeres altamente cualificados que tienen el talento, la experiencia y las habilidades necesarias para hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande”, dijo.
Al menos algunos en Washington se engañaron a sí mismos al asumir que Trump no iría tan lejos como su retórica de campaña. Suspiraron aliviados cuando nombró al senador Marco Rubio, republicano por Florida, como secretario de Estado en lugar de Richard Grenell, un combativo conservador que argumentó a principios de año que era necesario tener a “un hijo de puta como secretario de Estado”.
Pero luego llegaron las nominaciones de Matt Gaetz para fiscal general, Robert F. Kennedy Jr. para secretario de Salud y Servicios Humanos, Pete Hegseth para secretario de Defensa y Tulsi Gabbard para directora de Inteligencia Nacional. Los republicanos jadearon en voz alta al conocer la noticia de la selección de Gaetz. Incluso el consejo editorial del New York Post de Rupert Murdoch calificó a Kennedy de “chiflado en muchos frentes”. Y el bando de Trump se sorprendió al saber que Hegseth pagó a una mujer que lo acusó de agresión sexual como parte de un acuerdo de conciliación, aunque él insiste en que fue un encuentro consentido.
David Marchick, coautor de The Peaceful Transfer of Power, una historia de las transiciones presidenciales, y decano de la Escuela Kogod de Negocios de la American University, calificó la colección de elecciones como nunca antes vista.
“Esto es como la escena de bar de Star Wars de los nominados”, dijo. El lado de Trump ha dejado claro, agregó, que “es una estrategia seria para hacer estallar el gobierno como una institución debido a su creencia de que se ha vuelto demasiado grande, demasiado poderoso y representa el estado profundo”.
Don Baer, exdirector de comunicaciones de la Casa Blanca durante la presidencia de Bill Clinton, dijo que Trump estaba desafiando los cimientos del sistema estadounidense. “Este es un momento enorme para Washington, en todos los sentidos”, dijo.
Trump, añadió, está amplificando el resentimiento populista que ha crecido desde los días del crack financiero de 2008 en lugar de intentar mejorarlo. La erupción en Washington es un objetivo en su intento de derribar el sistema, no algo que haya que aplacar. “Lo que está haciendo ahora con estos nombramientos es: ‘Todos ustedes pueden saltar y arrancarse los cabellos, pero ¿saben qué? Esta es la gente con la que lo voy a hacerlo y me gusta que les desagraden’”, dijo Baer.
En medio de todo este revuelo, otras medidas importantes de Trump han llamado menos la atención. Al nombrar a Elon Musk, junto con Vivek Ramaswamy, para dirigir un nuevo Departamento de Eficiencia Gubernamental, Trump ha dado una gran influencia sobre el gobierno federal a un millonario que se beneficia de miles de millones de dólares en contratos gubernamentales.
Y mientras las cabezas se giraban ante el nombramiento de Gaetz, Trump nombró a tres de sus propios abogados defensores de sus diversos casos penales para ocupar otros altos cargos en el Departamento de Justicia, lo que prácticamente le garantiza que nunca tendrá que preocuparse por el escrutinio de los fiscales federales durante los próximos cuatro años.
Es una señal de lo mucho que ha cambiado desde el primer mandato de Trump que los nombramientos que una vez generaron protestas ahora pasen desapercibidos sin mayores protestas. Ha aprendido a mover el espectro de la indignación.
Cuando Trump intentó por primera vez nombrar a John Ratcliffe, un congresista republicano por Texas, director de inteligencia nacional en su anterior mandato, los republicanos del Senado lo consideraron demasiado partidista y lo obligaron a retirarse. Trump respondió nombrando a Grenell director de inteligencia en funciones, lo que horrorizó tanto a los republicanos del establishment que finalmente confirmaron a Ratcliffe después de todo. Ahora Ratcliffe ha sido elegido director de la CIA y se le considera una elección relativamente tranquilizadora en comparación con las demás.
Del mismo modo, algunos en Washington se enfadaron cuando Trump intentó sustituir a Geoffrey Berman como fiscal del distrito sur de Nueva York, un puesto especialmente delicado cuya jurisdicción incluye la antigua base empresarial de Trump, por Jay Clayton, quien entonces era presidente de la Comisión de Valores y Bolsa. Se suponía que Clayton era más dócil, y su nombramiento se frustró. Ahora Clayton ha sido elegido para el mismo puesto con pocas objeciones.
De hecho, algunos republicanos suponen que Trump propuso a algunos de los nominados más polémicos para desviar la atención de los demás, convirtiendo a Gaetz, por ejemplo, en un posible cordero de sacrificio que puede ser bloqueado mientras el resto se cuela. Gaetz ha negado haber actuado mal, pero espera evitar la publicación de un informe del Comité de Ética de la Cámara sobre su pasado.
“Gaetz no será confirmado. Todo el mundo lo sabe”, dijo el viernes en Bloomberg Television el expresidente de la Cámara de Representantes Kevin McCarthy, el republicano por California derrocado el año pasado por Gaetz y otros insurgentes del Partido Republicano. Añadió que “es una buena desviación de los demás”.
Otros discreparon. “Eso no es lo que está pasando”, dijo en MSNBC Sarah Matthews, exvicesecretaria de prensa de Trump en la Casa Blanca, quien rompió con él. “Ahora mismo está borracho de poder porque siente que le han dado un mandato al ganar el voto popular”.
De hecho, no es mucho un mandato. Aunque Trump ganó el voto popular por primera vez en tres intentos, solo obtuvo el 50,1 por ciento a nivel nacional, según la última tabulación del Times, apenas 1,8 puntos porcentuales por delante de la vicepresidenta Kamala Harris. Cuando el lento gigante demócrata de California termine por fin de contar sus votos, es probable que ese margen se reduzca un poco más. El Cook Report ya calcula que su porcentaje ha caído por debajo del 50 por ciento, lo que significa que no ha obtenido la mayoría.
Caiga donde caiga finalmente, el margen de victoria de Trump en el voto popular nacional será uno de los más pequeños de la historia. Desde 1888, solo otros dos presidentes que ganaron tanto el Colegio Electoral como el voto popular tuvieron márgenes de victoria más pequeños: John F. Kennedy en 1960 y Richard Nixon en 1968. (Tanto Trump en 2016 como George W. Bush en 2000 ganaron el Colegio Electoral, y, por tanto, la presidencia, sin ganar el voto popular).
Trump puede presumir de haber aumentado su margen en el Colegio Electoral, ganando 312 votos este año frente a los 306 que cosechó hace ocho años. Pero según los totales casi completos, consiguió su victoria más reciente por solo 237.000 votos acumulados en tres estados que, de haber ido en sentido contrario, habrían significado la victoria de Harris.
Además, Trump ganó con unos modestos coletazos, a diferencia de, por ejemplo, Lyndon Johnson en 1964 o Ronald Reagan en 1980, quienes arrastraron a decenas de miembros de su partido al Congreso.
En comparación, Trump ayudó a los republicanos a ganar cuatro escaños en el Senado, suficientes para hacerse con el control de la cámara, sin duda una victoria importante. Pero no logró llevar consigo a candidatos republicanos al Senado en cuatro de los cinco estados disputados en los que hizo más campaña y ganó. Además, con las elecciones aún por decidir, los republicanos conservaron la Cámara de Representantes, pero no ampliaron su exigua mayoría.
Sin embargo, uno de los superpoderes de Trump ha sido actuar como si fuera más popular de lo que realmente es. A pesar de sus modestos márgenes, ha exhibido más dominio de su propio partido que ningún otro presidente en los tiempos modernos. Y su exigencia de un receso en el Senado pondrá a prueba hasta dónde llega ese dominio.
El poder de nombramiento de receso en la Constitución fue diseñado para permitir que un presidente cubriera temporalmente las vacantes mientras el Congreso estaba fuera de la ciudad en una época en la que se tardaba semanas o meses en viajar a Washington. Pero Trump quiere usar ese poder para eludir el deber constitucional del Senado de asesorar y aprobar los nombramientos.
En cualquier otro momento, sería difícil imaginar al Senado cediendo voluntariamente el poder a un presidente así, incluso a uno del mismo partido. Pero los líderes republicanos del Senado no descartaron la idea después de que Trump la abordara, y puede ser la única manera de conseguir que Gaetz y algunos de los otros pasen. Incluso si los senadores no se ponen de acuerdo, algunos conservadores han advertido de que Trump podría intentar emplear una disposición poco utilizada de la Constitución que le permite forzar un receso.
“Trump ha prometido ser un dictador el día 1, pero ya ha empezado antes del día 1”, dijo Tom Daschle, exlíder demócrata del Senado por Dakota del Sur. “Esta es una prueba importante para nuestro sistema de controles y equilibrios. El Congreso debe demostrar su compromiso con su papel constitucional. Y es fundamental que lo haga ahora. No hacerlo es reconocer que la promesa del presidente se convertirá en realidad”.
Según las normas, una persona nombrada en receso puede permanecer en su puesto hasta el final de la próxima sesión del Congreso, es decir, hasta diciembre de 2026, o casi dos años. Dada la históricamente corta paciencia de Trump con los nombramientos, eso significa que podría tener a gente en departamentos clave durante todo el tiempo que normalmente podría tenerlos sin ser sometidos nunca a la confirmación del Senado.
Según las cifras de Marchick, la permanencia promedio de un secretario de gabinete en el primer mandato de Trump, aparte del Tesoro, Comercio y Vivienda y Desarrollo Urbano, fue de 1,8 años. Para las agencias clave de seguridad —Defensa, Justicia y Seguridad Nacional— el mandato promedio fue de 10,5 meses.
“Estoy seguro de que no se ha investigado a ninguno de estos candidatos”, dijo Marchick sobre los últimos nombramientos. “Todas son decisiones espontáneas de Trump y luego anuncios por tuit. Sin proceso, sin entrevistas, sin investigación, solo caos. Tenía un mandato para hacer frente al precio de los huevos. La cuestión es: ¿el mandato se extendió a esta locura?”.