El general estadounidense John Kelly -el jefe de gabinete que más duró en su cargo durante la administración de Donald Trump- expresó públicamente esta semana su preocupación de que el expresidente pudiera cumplir con la definición de fascista.
En declaraciones al New York Times, Kelly declaró que Trump “gobernaría como un dictador si se lo permitieran”. Días después, en una entrevista, la vicepresidenta Kamala Harris estuvo de acuerdo con él.
Trump respondió en su estilo habitual. En su red social Truth Social, llamó a Kelly “un degenerado… que se inventó una historia motivado por el Síndrome de Trastorno de Odio por Trump”.
También se dirigió a X, acusando falsamente a Harris de “llegar tan lejos como para llamarme Adolf Hitler, y cualquier otra cosa que se le ocurra”. En realidad, Harris no lo ha llamado “Hitler”. Curiosamente, fue su propio compañero de fórmula, J.D. Vance, quien una vez lo llamó “el Hitler de EEUU” en un mensaje de texto privado.
Además, la definición que Kelly usó de fascismo fue sorprendentemente rigurosa, teniendo en cuenta que es un término famoso por su flexibilidad como concepto e insulto político.
Lo describió como “una ideología y un movimiento político autoritario y ultranacionalista de extrema derecha caracterizado por un líder dictatorial, una autocracia centralizada, militarismo, supresión forzosa de la oposición y una creencia en una jerarquía social natural”.
Esta definición se acerca notablemente a las definiciones históricas ampliamente aceptadas de la tendencia política que surgió con la fundación del movimiento fascista de Italia en 1919 y se extendió por toda la Europa de entreguerras.
Federico Finchelstein, profesor de Historia de New School for Social Research, lo ha resumido como “una ideología política que abarcaba el totalitarismo, el terrorismo de Estado, el imperialismo, el racismo y, en el caso de Alemania… el Holocausto”.
Quién es fascista
Los historiadores han estado debatiendo si el término podría aplicarse a Trump desde su primera campaña presidencial y su elección el 9 de noviembre de 2016.
Temprano en 2015, durante una conversación on un periodista de Vice, la profesora de Historia de la Universidad de Cornell Isabel Hull afirmó que Trump “no tenía suficientes principios como para ser un fascista”.
Lo describió como más bien un “populista nativista”.
Finchelstein escribió un libro entero para explicar la diferencia entre el fascismo histórico y el populismo contemporáneo. Si bien comparten muchas características, sostuvo que el fascismo es una forma de dictadura mientras que el populismo funciona dentro de los límites de la democracia.
Sin embargo, el populismo puede convertirse en fascismo cuando recurre a las prácticas de identificar y perseguir a los enemigos internos.
Timothy Snyder, profesor de Historia y Asuntos Globales en la Universidad de Yale, ha afirmado repetidamente que Trump es, de hecho, un fascista, y recientemente le dijo a Vanity Fair que los estadounidenses podrían simplemente adaptarse silenciosamente a la “banalidad” de la tiranía.
La perspectiva de Finchelstein cambió después del 6 de enero de 2021, cuando Trump pareció incitar a sus partidarios a atacar el Capitolio de los Estados Unidos, con el fin de evitar una transferencia pacífica del poder a Joe Biden.
En respuesta, Finchelstein escribió un artículo de opinión en The Washington Post en el que argumentó que Trump había superado el campo populista y ahora estaba asumiendo el manto fascista como una amenaza definitiva para la democracia.
Y Finchelstein no fue el único que consideró el 6 de enero como un punto de inflexión irrevocable. Robert Paxton, profesor emérito de Ciencias Sociales de la Universidad de Columbia en la Universidad Mellon, también cambió de opinión y escribió que “la etiqueta [fascista] ahora parece no sólo aceptable sino necesaria”.
tros siguen sin estar convencidos. Richard Evans, profesor emérito de la Universidad de Cambridge, considera que Trump no es un fascista y sostiene en el New Statesman que “el 6 de enero no fue un golpe de Estado” y que “el ataque al Congreso no fue un intento planificado de tomar las riendas del gobierno”.
Según Evans, Trump no muestra la clásica sed fascista de conquista y violencia expansionista, y es políticamente imprudente que sus oponentes se obsesionen con una categoría pasada en lugar de analizar su política como un fenómeno nuevo.
Mientras tanto, Ruth Ben-Ghiat, profesora de Historia y Estudios Italianos en la Universidad de Nueva York, tiene una visión más compleja sobre el tema.
En un ensayo, escribió que “en algunos sentidos, la etiqueta de fascismo es demasiado reductiva para Trump” porque “elogia a los dictadores comunistas tanto como a los líderes fascistas”, pero “no cabe duda de que Trump ha planteado un nuevo escenario y un nuevo contexto para las ideologías y prácticas fascistas”.
El primer mandato
Creo que Trump actuaría como un fascista de pleno derecho si pudiera. La pregunta es: ¿le permitirá el pueblo estadounidense hacerlo?
De hecho, ha promulgado políticas fascistas en la medida en que su poder se lo permitió.
Intentó anular una elección democrática; nominó a jueces de la Corte Suprema para que anularan efectivamente el fallo Roe v Wade y gobernaran los cuerpos de las mujeres.
Creó barreras procesales adicionales para impedir que los inmigrantes solicitaran asilo en Estados Unidos, algunas de las cuales recuerdan a las leyes raciales fascistas. También amenazó con desplegar al ejército y a las fuerzas del orden para atacar a los oponentes políticos.
in embargo, hasta ahora se ha visto obligado a operar dentro de los límites del estado de derecho democrático. Si el pueblo estadounidense vota para que alcance el poder por segunda vez, no se puede garantizar que esos límites se mantengan.
Si el fascismo se repite, será una tragedia de nuevo, no una farsa.