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jueves, mayo 2, 2024
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Así se insertaron cinco venezolanos abandonados en la exclusiva isla Martha´s Vineyard

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The New York Times

Desde Edgartown, Massachusetts.

En una extensa propiedad de Martha’s Vineyard, no muy lejos de la orilla del mar, Deici Cauro se ajustaba una gorra de béisbol para protegerse del sol intenso. Estaba agachada arrancando malas hierbas con las manos cuando una voz familiar la llamó desde el otro lado del patio.

“¡Macetas!”, decía su patrona y le hizo un gesto a Cauro para que la siguiera a otro jardín cercano.

“¿Vamos?”, respondió Cauro en español, preguntándose si se iban a otra parte.

“Sí, vamos, supongo, signifique lo que signifique”, le respondió su jefa en inglés usando la palabra en español, provocando que ambas mujeres se rieran a carcajadas.

Cuando Cauro huyó de Venezuela el verano pasado, nunca imaginó que un día estaría trabajando y viviendo en una exclusiva isla al sur de Cape Cod, rodeada de barcos y mansiones que solo había visto en las películas.

Han pasado nueve meses desde que el gobierno de Florida, por órdenes del gobernador Ron DeSantis, fletó dos vuelos desde Texas que recogieron a Cauro y a otros 48 migrantes recién llegados y los dejaron en Martha’s Vineyard, un enclave liberal que hasta entonces tenía poca experiencia con el aumento de la migración en la frontera entre Estados Unidos y México.

Two people work in a garden filled with lavender and yellow flowers.
La señora Cauro, 25, trabajando en Martaha´s Vineyard

La medida política ―que se repitió este mes, cuando las autoridades de Florida organizaron dos vuelos más de migrantes desde Texas, esta vez con destino a California― fue un intento de obligar a los líderes demócratas, que están a muchos kilómetros de distancia, a enfrentar el aumento de la migración que ha afectado a los estados situados a lo largo de la frontera. Los viajes dejaron a muchos de los venezolanos confundidos y alarmados. En algunos casos les dijeron que se dirigían a Boston o Seattle, donde habría muchas oportunidades de empleo, planes de asistencia y vivienda.

Pero ese no era su destino; se trataba de Martha’s Vineyard y era el final de la ajetreada temporada de verano, cuando los veraneantes empiezan a regresar a sus casas, a las oficinas y a los colegios. No había trabajo ni lugares donde alojarlos. Los voluntarios alojaron a los recién llegados en una iglesia local y organizaron el transporte.

En pocos días, la mayoría de los migrantes se habían marchado, rumbo a otras zonas de Massachusetts y a destinos como Nueva York, Washington y Míchigan que están mejor equipados que una pequeña isla para albergar a personas que habían llegado con muy pocas cosas o nada.

Pero no todos se marcharon.

Cauro es una de al menos cuatro migrantes que se han quedado en la isla de manera discreta, estrechando lazos con una comunidad que les abrió las puertas. Cauro, de 25 años, trabaja como paisajista. Su hermano, Daniel, de 29 años, y su primo, Eliud Aguilar, de 28, han encontrado trabajo como pintores y techadores.

Primero se alojaron en casas de residentes de Martha’s Vineyard que les invitaron a pasar, y luego empezaron a ganar suficiente dinero como para tener su propia casa, y actualmente cada uno aporta 1000 dólares al mes para rentar una casa de dos dormitorios. Y ya tienen bicicletas para pasear por la ciudad.

A bird soars toward a bridge where several men are standing in bathing suits, one diving toward the water.
El gobierno de Florida fletó vuelos desde Texas que dejaron a los migrantes en Martha’s Vineyard, un enclave liberal que hasta entonces había tenido poca experiencia con el aumento de la migración en la frontera entre Estados Unidos y México.

Antes, Cauro no sabía dónde estaba Martha’s Vineyard, pero ahora dice que se siente acogida en el lugar en el que trabaja, ha hecho amigos y ahora es su hogar. Con una amplia sonrisa asegura que no quiere irse, que este es su hogar.

Los vuelos organizados por Florida se produjeron mientras los gobernadores republicanos de Texas y Arizona trasladaban en autobús a miles de migrantes lejos de la frontera, poniendo a prueba los sistemas de apoyo en ciudades como Nueva York, Washington y Chicago.

Algunos siguen en dificultades

Muchos de los 49 migrantes que fueron trasladados en avión a Martha’s Vineyard siguen teniendo dificultades. Algunos aún no han obtenido permisos de trabajo y muchos continúan viviendo en albergues porque no pueden pagar una vivienda permanente.

Uno de ellos, un hombre de 42 años llamado Wilson, que huyó de Venezuela tras desertar de un grupo armado, vive en un refugio en un suburbio de Boston. Tenía la esperanza de abrir un restaurante o un negocio de reformas, pero por ahora se dedica a trabajos esporádicos y dice que está haciendo lo que puede.

“Éramos 49 migrantes y tenemos 49 historias diferentes”, dijo. “Quiero alcanzar el sueño americano como todo el mundo”.

Los cuatro migrantes que se quedaron en la isla también han tenido dificultades. Cauro dijo que todavía le resultaba difícil confiar en extraños después de la rara experiencia de haber sido dejada a la deriva por personas que ahora piensa que la utilizaron a ella, y a sus familiares, como peones políticos.

Dijo que para ella era importante pagar sus propios gastos y no convertirse en una carga para la comunidad que la acogió. Su empleadora, una mujer de unos 60 años que no quiso dar su nombre porque empleaba a alguien sin permiso de trabajo, dijo que Cauro parecía parte de la familia.

Cauro entendió lo que decía y asintió con la cabeza. “Vinimos aquí para trabajar en cualquier empleo, por duro que sea. Estamos contentos de vivir aquí”.

Image

A man in a red sweatshirt and boots works in a house under construction.
El hermano de Cauro, Daniel, también se quedó en la isla, trabajando como aprendiz de pintor y estrechando lazos con una comunidad que le abrió las puertas.

Encontraron hogar en “La Isla”

La vida en “la isla”, como la llaman los migrantes, se parece mucho a la nueva vida que habían imaginado. Pero llegar hasta allí fue un gran desafío. Cauro y sus familiares, que se enfrentaban a un gobierno opresivo y al colapso económico en Venezuela, salieron rumbo a Estados Unidos un mes antes de llegar a la frontera.

Su hermano, Daniel, dejó atrás a su esposa y a sus dos hijos, Daniela, de 8 años, y Reynaldo, de 2. Atravesaron el Tapón del Darién, una traicionera selva que conecta Sudamérica y Centroamérica. En México, el grupo se subió a La Bestia, una red de trenes de carga que se dirigen al norte y en la que muchos migrantes han sufrido accidentes, perdiendo miembros e incluso la vida.

Aguilar recuerda que, al llegar a la frontera de Texas, vio cómo algunas personas de su grupo se caían y eran arrastradas por la fuerte corriente del río Bravo. Aguilar dijo que fue muy duro verlos hundirse en el fondo del río.

El grupo cruzó finalmente a Estados Unidos cerca de Eagle Pass, Texas, y encontró refugio en un albergue de San Antonio. Pero tras el límite de cinco noches, volvieron a estar a la intemperie, cansados y hambrientos. Daniel Cauro recuerda que estaban desesperados.

Después de varios días, a principios de septiembre, conocieron a una mujer llamada Perla, que les dio tarjetas de regalo de McDonald’s y les ofreció un hotel y vuelos gratuitos a “Washington u Oregón”, donde la mujer dijo que encontrarían trabajo y vivienda, según recuerdan los migrantes.

Pero dicen que, 15 minutos antes de que aterrizara el avión, se dieron cuenta de que algo iba mal. A Cauro y a su grupo les entregaron carpetas rojas con una portada que decía: “Massachusetts le da la bienvenida”.

Siga leyendo la historia en la página de The New York Times

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