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domingo, mayo 19, 2024
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El Cafetal: razón, pasión, verdad…

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Carlos Raúl Hernández

Según Max Weber, ejercer ciencia social y política al mismo tiempo obliga a inclinarse frente a una de las dos, porque la primera busca la verdad y la otra, votos. El autor establece diferencia ciencia de lo que llamamos ideología, el conocimiento (episteme) que filtra las ideas por un complejo laboratorio intelectual, de las opiniones (doxa) que aunque generalizadas, carecen de validez conceptual. La doxa, idea común, ideología asociada a prejuicio, tiene valor provisional solo mientras indica un camino para la reflexión que la confirma o desecha. La “teoría” de Marx son toscas preconcepciones que no él no testea, no examinar si la realidad las niega y mete a la fuerza en el carril. En las elecciones españolas, el electorado votó por PP y PSOE y con precisión quirúrgica borra a Podemos por su poscomunismo, pero ellos concluyen que eso ocurrió porque no fueron suficientemente radicales. Alguien decía que cincuenta sabios no convencen a un idiota. Las clases medias, líderes sociales, administran la doxa y procesan la política con lo que el humor local llamó el síndrome “doñita de El Cafetal”: dictaminar sobre fenómenos complejos con simplismos, prejuicios, emociones y horror, cuya esencia es la lucha entre el bien y el mal y ell maniqueísmo metodológico imposibilita comprender, también en el caso de Marx.

Los contemporáneos de Weber, como su paisano Leo Strauss, no captan su revolucionario descubrimiento para la ciencia social, la neutralidad valorativa, porque era una ruptura demasiado drástica con la mentalidad de una época militante, muy teñida ideológicamente. Rechaza también a Karl Popper y señala más o menos escandalizado que Weber está cerca del nihilismo, y como un predicador, que la humanidad requiere de valores, “porque de lo contrario es libre de hacer cualquier desmán”, adoptando la lógica de la teología, la religión o la ética, paisajes distintos a la ciencia.  La tesis de Strauss puede sonar bien pero su práctica no tanto. Dos casos son los memoristas europeos que reescribieron la historia de España con base en la leyenda negra, a la que nos hemos referido en esta columna. Y el estalinismo, que hizo la “historia proletaria” parte esencial del prolekult. Ahora surge el presentismo, que enjuicia el pasado desde perspectivas seudo éticas actuales “de género”, étnicas y demás gafedades. Un ejemplo absolutamente contrario de esos batiburrillos ideológicos lo dio Time en una de sus últimas ediciones del lejano 1999, cuando escogió al hombre del milenio.

Se pensaba que estaría entre Colón, Leonardo, Magallanes, Armstrong, Einstein, Newton, Galileo, Darwin, Cervantes, Pasteur, u otro de esos epítomes de la ciencia y la cultura, pero el escogido fue un inesperado e incorrecto guerrero, Gengis Khan:  la magnitud inconmensurable del hombre que comenzó como jefe de una familia entre miles en las estepas de Mongolia hasta crear el mayor imperio conocido, con China, Turquía, Irán, Irak, Turkestán, media Rusia, y creó el pasadizo para que Marco Polo viniera de occidente. En esa época bárbara, se recuerda su trato sofisticado y cálido hacia las mujeres, que narra la Historia secreta de los mongoles y se aplicaba en eso porque uno de cada doscientos humanos lleva hoy su sangre. La guerra de Ucrania es otro laboratorio útil para explicar el síndrome de El Cafetal. El megapoder de la alianza contra Rusia, crea un efecto comunicacional que hace casi imposible para las clases medias (consumidoras de prensa) digerir la avalancha de desinformación para saber lo que pasa. Que Ucrania y OTAN, por ejemplo, perdieron la guerra desde el primer día, porque para derrotar a una potencia nuclear no basta revolotear en sus fronteras, sino que necesitas una guerra ídem, pero del resultado nos enteraríamos en el otro mundo. Eso no lo entienden en el boulevard.

A Putin la divinidad lo premió enfrentándolo a los políticos más mediocres que conocen dos siglos y no a Mitterrand, De Gaulle, De Gásperi, Andreotti, Churchill, Helmut Kohl, Golda Meir o Billy Brand. En vez de Thatcher tuvo a Sanna Marin, caída heroicamente en la arena durante un feroz match de perreo. Las clases medias manejan sus epistemes profesionales, pero dictaminan sobre la política, disciplina fuera de sus áreas, porque son brillantes obstetras, ingenieros, arquitectos, abogados, pero no conocen sus entretelas, aunque crean lo contrario.  Vale tanto la opinión de un microbiólogo sobre la guerra de Ucrania, como la de un ingeniero sobre trasplantes de válvula mitral. La política es un espacio intelectual doblemente especializado, pero según Gaston Bachelard, nos topamos banqueros, barberos o taxistas dados al “profetismo social”. No hace mucho un biólogo me argumentaba que su metódica disciplina para obtener el Ph. D lo aventajaba sobre políticos ignorantes para dirigir el país. Le comenté “que el presidente de todos los biólogos de Venezuela, los entomólogos, taxistas y neurocirujanos, es un político, siempre ha sido así y probablemente siempre lo será”.

Hace poco, fastidiado, dejó el país y debe estar en la República de Platón, gobernada por sabios. En algún momento se decía que “el país necesita un gerente”, pero también se fueron y el que cumplió la profecía duró 48 horas.  La política es un arte, el oficio superior de los humanos, y requiere saberes enormemente complejos porque debe tomar actuar sobre situaciones en desarrollo y sobre la marcha. Por lo tanto, no es científica, y cada decisión es un reto al destino que combina voluntad, aptitud y azar, la Fortuna maquiavélica. Los políticos modernos se apoyan en estudios de economistas, politólogos, sociólogos, investigadores de opinión y marketing, y deben consultar antes de decidir, pero a veces las circunstancias no permiten deliberaciones profundas; y las respuestas deben ser convenientes, y con frecuencia en el peligroso límite de la verdad. Cuando hay tragedias colectivas, por ejemplo, terremotos, crisis con plantas nucleares, los gobernantes están obligados a dosificar la verdad para impedir males mayores, “mantener la calma” y administrar la gravedad de la situación.

Imagínese qué hubiera pasado si en la crisis de Fukushima, el gobierno declara “la verdad” (“esta vaina está a punto de explotar y no quedará ni el gato”) El hombre de acción debe apoyarse en el conocimiento, pero sus circunstancias son irrepetibles y por eso las experiencias pasadas que citan los científicos sociales son solo ilustrativas. La acción práctica altera la realidad, la red de fenómenos reales, lo práctico inerte que llama Sartre en Crítica de la razón dialéctica, e introduce elementos nuevos de consecuencias indeterminadas, porque solo hay previsibilidad científica en sucesiones de acontecimientos cuya monotonía probada permite formular leyes generales (el agua hierve a 100 grados, se congela a 0, V=E/T, el día tiene 24 horas, el cometa Haley…) En la política, por el contrario, las consecuencias son probabilísticas, azarosas y entra en acción el arma de rayos de la sabiduría política: la intuición, conocida como “olfato”, la versión ampliada del sentido político, que con frecuencia es contraria a lo obvio-convencional, al “cafetalismo”.

“Ver lo que todos ven y pensar lo que nadie piensa”. El sociólogo alemán Ulrich Beck intenta estudiar científicamente los imponderables y elaboró una teoría científica del riesgo, mientras a la vez marca distancia relativa con la tendencia de los sociólogos a ver el mundo como el reino del mal. Intenta aplicar el conocimiento al lado oscuro de la luna, a calcular lo imprevisto para “aislarlo y reducirlo”, para saber que está ahí y puede asaltarnos. De esta disciplina se nutren las empresas actuales y ha surgido desde, un lenguaje que se ha hecho común, Plan B, control de daños, siniestralidad, hasta las escaleras de emergencia en los edificios. Distingamos. El hombre que va con su familia en un auto a 180 k/h, corre un riesgo, pero ellos están en peligro. El primero es voluntario; el otro no. La sociedad moderna suaviza peligros seculares, la enfermedad, el hambre, la violencia, pero los riesgos permanecen porque la naturaleza es competitiva. Un político que no previene riegos es insensato, carente de sentido común, irresponsable, sacrifica la suerte de sus seguidores. Es el padre de familia, o la madre, que van a 180 k/h

Pero quienes llevan dos décadas cometiendo neuróticamente el mismo error, resaltemos de 2014 a 2023 (salvo participar en las elecciones de 2015) siguen haciéndolo sin despertarse y según las probabilidades, son goofies, no van a parar y no son confiables. Como en una comedia surrealista, después de 23 años ni siquiera espabilan para reivindicar el desastre provocado. Deberíamos aprender sobre “la contradicción de Platero”: la vida de un burro sirve para enseñar castellano. ¿Podrá alguna vez el burro ser caballo? Para estupefacción arguyen su “trayectoria de luchas”, emulando al médico que pone en su curriculum los 23 pacientes que se le murieron. Otra mojiganga, la justificación histórica para no rendir cuentas: “hicimos todo lo que pudimos”, “no podemos solos”, ni acompañados por “la alianza más grande de países desde la lucha contra Hitler”.  Eso lo llama Weber crear la ilusión retrospectiva de causalidad. Los protagonistas que escriben su experiencia con decoro, Churchill, De Gaulle, Trotsky, Gramsci, Tony Blair, Shimon Peres, Mandela, cuetan aciertos y errores, seguramente maquillados, pero quienes pretenden vitaliciamente arruinar la existencia de los demás y reivindican con orgullo una secuencia de desgracias que destruyó la política, y revelan una fatuidad que difícilmente sobreviva ¿Qué dirán las doñas de El Cafetal?

@CarlosRaulHer

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